Escribe Rolando Arellano.
Profesor de Centrum Católica.
Si usted va hacia el sur por
la Carretera Panamericana, probablemente se sentirá cómodo con la facilidad que
le brinda la autopista para llegar a su destino. Pero cuando llegue al
kilómetro 104, se encontrará con que alguien detiene su velocidad sin causa
aparente. Y tal vez pensará que ese es un buen símbolo de cómo a veces el
estado, en lugar de ayudar, pone trabas para seguir avanzando.
Usted sale de su casa en Lima
hacia el sur, entra contento a la Panamericana y verá que ella ha permitido que
la ciudad crezca, que se generen nuevos barrios y que se den facilidades de
acceso a zonas urbanas antes muy pobres como Villa El Salvador. Seguirá
avanzando y, luego de pagar su peaje a la salida de Conchán, sorteando a los
muchos automovilistas que van despacio pegados a su izquierda, se preguntará
cómo habrán hecho para tener brevete sin conocer las mínimas reglas de
tránsito. Pero pase, usted va contento, aunque quizá le preocupen los locos del
volante que hacen eses para superar uno y otro auto, camión o bus, pero quizá
entienda que son como niños que no tiene otro lugar para correr, pues es la
única pista de, supuestamente, alta velocidad que existe en el Perú.
Sigue avanzando y ve que la
carretera está haciendo renacer a pequeños balnearios de antaño, como San
Bartolo, Punta Negra y Punta Hermosa. Ve que se están construyendo, cosa
inusitada hace pocos años, casas y edificios para gente que vivirá allí todo el
año, y que puede ir a trabajar a Lima cada día gracias a esa autopista. Al
avanzar y al llegar a Pucusana, algunos recordarán que durante muchos años la
autorruta se acababa allí, y comenzaba la doble vía que hacía el viaje
doblemente difícil. Hoy verá que por esos lares ya hay instituciones planeando
ciudades universitarias y campus que ayudarán al país a desarrollar la
educación. Y avanzando un poco más quizá se detendrá un momento a comer un helado
de lúcuma, higos o pan fresco en el pueblo de Chilca, que le venderán
pobladores de la zona que hoy tienen un ingreso mayor debido a la cantidad de
gente que pasa por sus tierras, en esa autopista.
Fruncirá el ceño al llegar al
peaje siguiente, ese que le parece carísimo, pero aceptará pacientemente pues
sabe toda la comodidad que ello implica. Y quizá piense que es un gran acierto
de los gobiernos el haber generado esa asociación público-privada que permite
que tengamos el beneficio de la autopista. Y luego llegará al kilómetro 96 y
verá como esa autorruta ha permitido la aparición de un gran centro comercial y
de un pueblo moderno de casas de playa, que además de dar comodidad a los más
pudientes, ha generado trabajo a muchos pobladores de la zona.
Pero, al llegar al kilómetro
104 se sorprenderá al ver que, de manera incomprensible, la autopista ha sido
cortada por una entidad pública que para controlar a buses y camiones, no hay
ningún letrero que lo diga, lo hace salir de la ruta, casi detenerse, y perder
no solo el ritmo de crucero sino la alegría. Esa alegría que tenía porque la
autorruta le parecía un símbolo de lo bueno que es la inversión para el
bienestar de todos, y que pierde por pequeños detalles como estos, que hacen
bajar la velocidad obtenida. Y al seguir avanzando hasta Ica, pensará en que
ojalá los gobiernos que elijamos se den cuenta que hay demasiados “kilómetros
104” en nuestro camino al desarrollo.
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