La
muerte de Enrique Verástegui me ha cogido por sorpresa, como debe haberle
ocurrido a él, atravesado de pronto por el rayo del infarto. Hacía tiempo que
no lo veía, pero, durante unos años, cuando éramos más jóvenes y salvajes,
solíamos encontrarnos en modestos bares de Lince para hablar de literatura y
compartir unas cervezas. Yo aún no había publicado nada y, cuando le conté
acerca de las dificultades que tenía para volcar mis historias sobre el papel,
se asombró. “¿Por qué te angustias? –recuerdo que me dijo–. Tú simplemente te
sientas y escribes. ¡Ni que fuera álgebra!”. Y es que para él escribir era tan
natural como respirar. A menudo me daba la impresión de que solo podía mirar la
realidad a través de los ojos de la poesía, como si estuviera poseído por ella.
Ambos
éramos vecinos de Lince y sabíamos que, en 1953 –cuando él tenía tres años y a
mí me faltaban dos para venir al mundo–, William Burroughs había llegado al
Perú atraído por la posibilidad de experimentar con ayahuasca y había vivido
unas semanas en la calle José Leal de ese distrito. Yo era un entusiasta de los
beats y no ignoraba el impacto que estos habían tenido en la generación de
Verástegui, sobre todo por el vitalismo y desenfado con que Kerouac y sus
cómplices habían socavado los cimientos del establishment literario.
La
primera vez que oí hablar de él fue a raíz de su poemario En los extramuros del
mundo (1971), que justamente empezaba parafraseando el célebre Aullido del
beatnik Allen Ginsberg. Pocas veces en la historia de las letras peruanas un
primer libro había sido recibido con tanta unanimidad. Verástegui tenía 21 años
y era miembro de Hora Zero, el movimiento literario que había emergido en 1970,
causando gran alboroto en la escena local. El grupo no solo trajo un viento
fresco a la poesía peruana sino que vino acompañado de una prédica política.
Corrían tiempos difíciles, pues los militares detentaban el poder y se
producían cambios drásticos que marcaban un nuevo derrotero histórico. En esas
circunstancias, Hora Zero aportó una dosis inusitada de rebeldía y propugnó una
poesía acorde con los fenómenos sociopolíticos, una forma de expresión capaz de
desnudar las contradicciones del país. Por supuesto, su estética iba más allá
de la denuncia, ya que apostaba a transformar el lenguaje poético,
contrarrestando los lineamientos cultos imperantes con una voz coloquial que no
temía incurrir en la cultura popular. En buena cuenta, Hora Zero arrebató la
poesía a los cenáculos intelectuales y la sacó a la calle. Sus encendidos
manifiestos, publicaciones y recitales consiguieron abrirle un espacio en el
debate nacional.
Uno
de los méritos indiscutibles del movimiento fue la incorporación de escritores
que provenían del ámbito provinciano. El medio cultural era reacio a admitir a
quienes no pertenecían a la élite literaria de la capital. Hora Zero combatió
esa tendencia y, desde el principio, aglutinó a poetas como el chiclayano Juan
Ramírez Ruiz (uno de sus fundadores, junto con el limeño Jorge Pimentel), el
pucallpino Jorge Nájar, el huancaíno Tulio o el chachapoyano José Cerna. En
cuanto a Enrique Verástegui, había nacido en Lima, pero había crecido en San
Vicente de Cañete. Muy pronto, la influencia del grupo traspasaría nuestras
fronteras y se extendería a México, donde, en 1975, inspiró el surgimiento del
movimiento infrarrealista, capitaneado por Mario Santiago Papasquiaro y Roberto
Bolaño. Sin embargo, el camino que siguió Hora Zero no estuvo libre de
tropiezos. Dada su iconoclasia y ánimo parricida, debió afrontar polémicas y
denuestos. Un reputado poeta de la generación anterior, Antonio Cisneros, apeló
a su feroz ironía en una carta que dirigió a Pimentel y Ramírez Ruiz, en la que
les decía: “Compañeros: veo que el primer número de Hora Zero lo han empezado
con el pie derecho –que la próxima vez lo escriban con la mano”. Más tarde, uno
de los vates rebeldes se cobraría la venganza al irrumpir en un recital del
autor de Comentarios reales y apuntarlo con un revólver (que resultó ser de
juguete, aunque en ese instante nadie pensó que se trataba de una broma). De
acuerdo con la leyenda, el incombustible poeta derrochó sangre fría y continuó
impávido su lectura.
Aquel
era el contexto en el que se insertó Enrique Verástegui, quien se había
trasladado a Lima para estudiar Economía en la Universidad de San Marcos. ¿Por
qué esa elección? Sospecho que Verástegui no buscaba una educación literaria
académica. Más bien, estaba interesado en ampliar el espectro de su
aprendizaje, profundizando en otras ramas del saber. Las alusiones a la
filosofía, la ética, la lógica, las matemáticas y la cosmología, entre otras
ciencias, abundan en su obra. En esa perspectiva, era partidario del poema
integral que postulaba Hora Zero e impuso una vocación totalizadora en su afán
por que su escritura aprehendiera distintos niveles de la experiencia humana.
Su poesía, en cierto modo, pretendía nombrar de nuevo todas las cosas,
impulsada por una fuerza torrencial y una búsqueda insaciable de la belleza y
el conocimiento. Su summa poética titulada Splendor (México, 2013) abarca un
millar de páginas y da fe de ello.
Verástegui
llevó una vida empapada de furor poético de la cabeza a los pies. Octavio Paz
vislumbró de inmediato sus enormes dotes y, a mediados de los setenta, lo
recomendó para una beca Guggenheim (algo completamente desusado, si
consideramos que el poeta peruano apenas había publicado un libro). El generoso
estipendio le permitió viajar a Europa y vivir el mito de París, además de
pasar temporadas en Barcelona y Menorca. Aprovechó su estancia francesa para
lanzar una facción internacional de Hora Zero. Hacia fines de aquel decenio,
retornó al Perú y se dedicó al periodismo.
Pese
a la resonancia de su talento, Verástegui fue un marginal en el mejor sentido
de la expresión, quizá porque lo que perseguía era una utopía. En su trayecto,
se topó con no pocos escollos. Por esos azares del destino, fui editor de su
Monte de goce (1991), un libro mítico que debió salir a continuación de su
opera prima y que estuvo perdido durante casi veinte años. Más adelante, me
confió el manuscrito de un volumen de sus diarios íntimos, cuya publicación se
frustró. No obstante, su lectura me hizo testigo de los avatares que sufría en
su existencia cotidiana.
Uno
de los episodios que recuerdo de aquel texto descarnado alude a su condición
étnica. Porque no hay que olvidar que Verástegui era afrodescendiente y que
sufrió atropellos discriminatorios. En aquella entrada de su diario relataba la
afrenta y el estupor que padeció cuando fue intervenido arbitrariamente por un
patrullero cerca de la avenida Salaverry. El poeta se encontraba a media cuadra
de la casa en la que vivía con su esposa, la escritora Carmen Ollé. La policía
lo tomó por un vulgar merodeador, prejuiciando que un individuo de tez negra y
cabellos desordenados –en ese tiempo lucía un african look– solo podía ser un
proscrito. Por suerte, Carmen llegaba en ese momento y, al advertir el
forcejeó, corrió hacia allí. Indignada y al borde del llanto, le costó
convencer a los guardias de que estaba casada con el presunto vagabundo y que
este era tan decente como ella. Sin duda, este tipo de situaciones hicieron mella
en alguien tan sensible como Verástegui, lo que ayuda a entender aquellos
periodos de extravío en los que cayó y que pusieron en peligro su salud física
y mental.
Una
noche en Barcelona el escritor chileno Roberto Bolaño me habló largo y tendido
sobre nuestro poeta. Sus opiniones eran ásperas, por decir lo menos, y, dada su
insistencia en descalificar las ambiciones literarias de Verástegui, intuí que
detrás de sus juicios asomaba una antigua rivalidad. Después de todo, Bolaño se
había iniciado con la poesía y estaba claro que en esa vertiente no había
alcanzado los logros de su narrativa. En cualquier caso, el autor de Angelus
novus no había pasado desapercibido para él. Naturalmente, si se quiere ser
imparcial, es posible que haya altibajos en su trayectoria, pero eso es
inevitable en una obra tan vasta, compleja y proteica. En ese aspecto, me quedo
con lo que dijo otro chileno, el notable poeta Raúl Zurita: “Lo conmovedor de
su obra, me atrevo a hablar de la soledad de su obra, de su incomprensión, es
que en ella sí están las claves cifradas de una respuesta posible a ese
sacrificio inaugural, a ese por qué debo, por qué debemos morir. Como Vallejo,
las derrotas del mundo son a menudo un triunfo de la poesía y la escritura de
Verástegui, su alucinada amplitud, sus extremos, nos está mostrando la cara de
un futuro y de un idioma que le adeuda a todas sus víctimas, a todos sus
incomprendidos, a todos nuestros territorios, el rostro radiante de sus ángeles
nuevos".
No
creo exagerar si afirmo que Verástegui era un poeta genuino, un iluminado en la
estela de Rimbaud, Oquendo de Amat y Ginsberg, cuya fe en el poder de la
palabra lo llevó más lejos que a sus compañeros de ruta. Su repentina
desaparición, a los 68 años, me ha traído reminiscencias de una época exultante
de la lírica peruana. Me refiero a los setenta, cuando los jóvenes
letraheridos, imbuidos de las ansias de libertad y el espíritu revolucionario
que habían soliviantado a sus pares en otras partes del mundo en la década
prodigiosa de los sesenta, invadían las calles para irradiar el fuego de la
poesía. En ese feliz entonces, uno sentía de veras que ella podía cambiar
nuestras vidas.
Escuché
leer a Enrique Verástegui en varias ocasiones y, aunque no destacaba
precisamente por su dicción, asumía aquellos actos como quien oficia un
ceremonial religioso. Una vez asistí a un recital casi clandestino, en una
vieja casa de Barrios Altos, donde leyó sin descanso durante una hora y media.
En la semipenumbra de la habitación, Verástegui parecía un gurú en trance y
prodigaba sus versos como mantras que desbordaban una furiosa belleza, ante una
pequeña secta de adeptos en pos de una suprema revelación. (Guillermo Niño de
Guzmán 05.08.2018 / 09:30 am)
Comentarios