La marcha empezó en octubre de 1906 y no se
detuvo sino hasta la década de 1920. El buque Itsukushima Maru partió de
Yokohama, cruzó el Océano Pacífico y casi dos meses después —el 21 de
noviembre— atracó en el puerto del Callao. Su carga, 774 ciudadanos
provenientes de ocho prefecturas japonesas: 243 de Kumamoto, 187 de Hiroshima,
184 de Shizuoka, 81 de Fukuoka, 28 de Okayama, 14 de Saga, uno de Niigata, y los
primeros 36 okinawenses que se asentaron en el Perú.
Eran los años de la restauración Meiji
(1868-1912), cuando el emperador Mutsuhito implementó una serie de reformas
políticas que buscaban la modernización y expansión del imperio. La abolición
del régimen feudal, la desaparición de la casta samurai, el aumento de los
impuestos a la tierra y la importación de maquinaria agroindustrial modificaron
profundamente la vida de todos los súbditos. Debido a estas medidas, y sumado
el problema de superpoblación en Japón —que el gobierno enfrentó firmando
acuerdos internacionales que incentivaban la emigración—, miles de campesinos
se vieron obligados a partir de sus pueblos para trabajar como peones en
plantaciones extranjeras.
Pero fue Okinawa —conocida como Uchinā en su
idioma original— la que sufrió las mayores transformaciones. Si bien ya en 1609
el daimyō de Satsuma —actual prefectura de Kagoshima— había invadido y
conquistado el reino de Ryūkyū en nombre del imperio, este se había mantenido
con relativa autonomía hasta 1879, cuando tras cuatro siglos de soberanía y
convivencia pacífica con las demás naciones, el reino fue abolido y su
territorio fue anexado oficialmente a Japón. Entonces Ryūkyū se convirtió en la
prefectura de Okinawa, el uchinaguchi fue reemplazado por el japonés, y su
gente —también afectada por el alza de impuestos— tuvo que marchar al exilio en
busca de trabajo. De hecho, Okinawa fue la prefectura que más migrantes
produjo. En la actualidad, alrededor del 70% de la comunidad nikkei está conformada
por descendientes okinawenses.
“Mi padre era de la ciudad de Nago, en
Okinawa. Llegó al Perú en 1923, durante la época de Leguía. Tenía unos 24 o 25
años. Como los demás migrantes, vino contratado desde Japón para trabajar en
una hacienda durante unos años. A él le tocó Santa Bárbara, en Cañete; pero
luego de algunos meses se escapó con un amigo. Muchos ya sabían de antemano
que, apenas juntasen algo de dinero, se tenían que fugar: las condiciones de
vida eran duras, el trabajo agotador, la comida mala y el sueldo peor, así que
se fue. Dormía durante el día y caminaba por la noche, así a escondidas hasta
llegar a Lima, donde un paisano lo esperaba para darle refugio y un empleo en
su negocio hasta que pudiera independizarse”, recuerda el escritor Augusto
Higa. (Redactora Alessandra Miyagi)
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