Por Mirko Lauer
El comprensible pedido de renuncia al Consejo Nacional de la Magistratura en pleno es emblemático del problema de recursos humanos que aqueja al Poder Judicial. El CNM ha demostrado ser un colectivo incapaz de realizar un correcto examen de selección de magistrados, una de sus razones de ser centrales. En efecto, deben irse a su casa.
El problema es más amplio y más complejo, y tiene la estructura de la clásica Trampa 22: ¿quién va a seleccionar a los seleccionadores cuando todo el mundo judicial está trufado con e intercalado de figuras de dudosa calaña? Hay figuras honestas y capaces, pero parecen minoritarias, y constreñidas por un sistema hecho a la medida de las necesidades de la corrupción.
Que situaciones como la del CNM se den es sin embargo indicio de que las cosas están mejorando. En otros tiempos la irregularidad era la norma silenciosa e indiscutible. Hoy levanta escándalo, y hasta puede producir modificaciones. Pero el desafío tiene las dimensiones y la textura de los establos de Augías que le tocó limpiar a Hércules.
El asunto es macro, pero también micro. Que un fiscal del sur se vea hoy enredado en un caso de asesinato de una colega, y que se produzca un intento de ocultamiento digno de un CSI Cañete, hace pensar en cómo está funcionando todo el sistema judicial en esa localidad. En general el gremio no es un extraño en las páginas policiales.
Quizás como reacción a la vergonzosa corrupción intensificada por el régimen fujimontesinista, en los últimos años el sistema judicial ha contado con figuras de respeto y eficiencia a todo nivel jerárquico. Ya no son un puñado sino una corriente capaz de imaginar a sus instituciones como espacios de honestidad y excelencia administrativa.
Es poco probable, sin embargo, que la corriente sea mayoría. Las movidas de figuras sombrías teledirigidas por los cuatro costados son un espectáculo cotidiano. La actuación del magistrado a la vez incorrecto e insolente es una escena habitual, evocadora de los tiempos en que una mafia manejaba los tribunales a su antojo.
No solo hay incorrección. También muestras de bajo nivel intelectual, profesional o académico. No descartemos que muchos examinadores sean incapaces de aprobar en las pruebas que ellos mismos aplican. Solo que no suelen ser pruebas para medir, sino para discriminar, como acaba de suceder en el escándalo del CNM.
Todavía está fresca la manera prepotente en que fue interrumpida la carrera profesional de la jueza Carolina Lizárraga, con argumentos que solo puede explicar una confabulación de la mediocridad. Magistrados que tienen la última palabra abusan de ella a vista y paciencia de la ciudadanía.
El comprensible pedido de renuncia al Consejo Nacional de la Magistratura en pleno es emblemático del problema de recursos humanos que aqueja al Poder Judicial. El CNM ha demostrado ser un colectivo incapaz de realizar un correcto examen de selección de magistrados, una de sus razones de ser centrales. En efecto, deben irse a su casa.
El problema es más amplio y más complejo, y tiene la estructura de la clásica Trampa 22: ¿quién va a seleccionar a los seleccionadores cuando todo el mundo judicial está trufado con e intercalado de figuras de dudosa calaña? Hay figuras honestas y capaces, pero parecen minoritarias, y constreñidas por un sistema hecho a la medida de las necesidades de la corrupción.
Que situaciones como la del CNM se den es sin embargo indicio de que las cosas están mejorando. En otros tiempos la irregularidad era la norma silenciosa e indiscutible. Hoy levanta escándalo, y hasta puede producir modificaciones. Pero el desafío tiene las dimensiones y la textura de los establos de Augías que le tocó limpiar a Hércules.
El asunto es macro, pero también micro. Que un fiscal del sur se vea hoy enredado en un caso de asesinato de una colega, y que se produzca un intento de ocultamiento digno de un CSI Cañete, hace pensar en cómo está funcionando todo el sistema judicial en esa localidad. En general el gremio no es un extraño en las páginas policiales.
Quizás como reacción a la vergonzosa corrupción intensificada por el régimen fujimontesinista, en los últimos años el sistema judicial ha contado con figuras de respeto y eficiencia a todo nivel jerárquico. Ya no son un puñado sino una corriente capaz de imaginar a sus instituciones como espacios de honestidad y excelencia administrativa.
Es poco probable, sin embargo, que la corriente sea mayoría. Las movidas de figuras sombrías teledirigidas por los cuatro costados son un espectáculo cotidiano. La actuación del magistrado a la vez incorrecto e insolente es una escena habitual, evocadora de los tiempos en que una mafia manejaba los tribunales a su antojo.
No solo hay incorrección. También muestras de bajo nivel intelectual, profesional o académico. No descartemos que muchos examinadores sean incapaces de aprobar en las pruebas que ellos mismos aplican. Solo que no suelen ser pruebas para medir, sino para discriminar, como acaba de suceder en el escándalo del CNM.
Todavía está fresca la manera prepotente en que fue interrumpida la carrera profesional de la jueza Carolina Lizárraga, con argumentos que solo puede explicar una confabulación de la mediocridad. Magistrados que tienen la última palabra abusan de ella a vista y paciencia de la ciudadanía.
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