By FERNANDO BERCKEMEYER
Lo vi, como una lápida que de pronto aparece entre los reflejos del neón y la muchedumbre alegre, mientras caminaba en medio de esa explosión de estímulos audiovisuales que intentan venderte cosas, que es el boulevard de Asia, el balneario de moda en el Perú.
Lo vi, como una lápida que de pronto aparece entre los reflejos del neón y la muchedumbre alegre, mientras caminaba en medio de esa explosión de estímulos audiovisuales que intentan venderte cosas, que es el boulevard de Asia, el balneario de moda en el Perú.
Era un anuncio --en realidad, era toda una caseta-- que pretendía ser feliz y atraerte, pero a mí me pareció un obituario. Promocionaba, a todo color y con todo despliegue la construcción de una serie de lujosos multifamiliares, con plenas comodidades, piso sobre piso, con lo último de lo que existe, en Paracas, la bahía hechizada, lejana, bella y sola, 250 kilómetros al sur de Lima, donde pasé los veranos de mi niñez y muchos inviernos también.
Ya había presentido antes, con dolor, que esta era una muerte que se venía a toda velocidad, cuando fueron apareciendo las noticias de las sucesivas aperturas de los sofisticados hoteles pluriestrellas donde, semana a semana, llegarían miles de turistas, limeños y extranjeros, que recorrerían como legiones de hormigas ruidosas y fotofílicas, la península lunar, el boquerón de los flamencos, el candelabro sobre el cerro, el viejo hotel que ya no existe, y el mar.
Presentí la muerte de Paracas entonces y la supe luego, con certeza, cuando comencé a escuchar de las fiestas que se venían, del ``todo el mundo'' que estaría, y que Paracas, en fin, estaba de moda, que era lo mismo que decir que Paracas ya no era más Paracas.
No me entiendan mal. Me doy cuenta de que lo que ha pasado con Paracas es bueno para el país: todos esos hoteles generan empleos y consumo en una zona donde hacían mucha falta, y ayudan a un PIB que todavía es tercermundista, y ayudarán a que cada vez más personas gocen de uno de los más ma--ravillosos dones que la naturaleza dio al Perú, y hasta parecen ser ecológicamente responsables.
Pero nada de eso me hace menos evidente que todo ese boom, como le dicen, significa la muerte del Paracas que yo conocí. Podrá venir otro Paracas diferente, y todavía hermoso, seguro, pero ya no será el mío. Porque ese Paracas de mi niñez, ``autóctono y salvaje'' como, no me cabe duda, le habría dicho Chocano, era sobre todo un lugar de soledad, alejado del mundo y de su ruido.
O mejor dicho, un sitio en el que la principal compañía, el protagonismo absoluto, estaba en la naturaleza.
Ya había presentido antes, con dolor, que esta era una muerte que se venía a toda velocidad, cuando fueron apareciendo las noticias de las sucesivas aperturas de los sofisticados hoteles pluriestrellas donde, semana a semana, llegarían miles de turistas, limeños y extranjeros, que recorrerían como legiones de hormigas ruidosas y fotofílicas, la península lunar, el boquerón de los flamencos, el candelabro sobre el cerro, el viejo hotel que ya no existe, y el mar.
Presentí la muerte de Paracas entonces y la supe luego, con certeza, cuando comencé a escuchar de las fiestas que se venían, del ``todo el mundo'' que estaría, y que Paracas, en fin, estaba de moda, que era lo mismo que decir que Paracas ya no era más Paracas.
No me entiendan mal. Me doy cuenta de que lo que ha pasado con Paracas es bueno para el país: todos esos hoteles generan empleos y consumo en una zona donde hacían mucha falta, y ayudan a un PIB que todavía es tercermundista, y ayudarán a que cada vez más personas gocen de uno de los más ma--ravillosos dones que la naturaleza dio al Perú, y hasta parecen ser ecológicamente responsables.
Pero nada de eso me hace menos evidente que todo ese boom, como le dicen, significa la muerte del Paracas que yo conocí. Podrá venir otro Paracas diferente, y todavía hermoso, seguro, pero ya no será el mío. Porque ese Paracas de mi niñez, ``autóctono y salvaje'' como, no me cabe duda, le habría dicho Chocano, era sobre todo un lugar de soledad, alejado del mundo y de su ruido.
O mejor dicho, un sitio en el que la principal compañía, el protagonismo absoluto, estaba en la naturaleza.
En esas mañanas de paz en que la bahía despertaba como un lago, silenciosa y transparente, y se podían escuchar muchísimas veces el chapotear de los bufeos.
En esas dunas lejanas que, pletóricas de fósiles y de chaquiras, iban cambiando de colores, desde el rojo cochinilla hasta los dorados más insólitos, al otro lado del mar.
En esos acantilados antiguos frente a la caleta pescadora de Lagunilla, donde bajaban los cóndores a anidar.
Y, por supuesto, en esas tardes ventosas que movían las ramas en las palmeras, y esos crepúsculos bíblicos que remecían los huesos.
Todo eso, y, un poco más al fondo, la historia.
La historia, abajo y por todas partes. El cementerio de llamas con sus telares incaicos, y las tumbas huaqueadas y las tumbas cerradas. Los dibujos raros sobre la arena de fierro, y los tejidos con plumas sobre la pampa ancestral.
Paracas hablaba. Podía hablar, porque no tenía casi sonido humano. Hablaba del tiempo y de la Creación, hablaba del hombre y su vulnerabilidad, hablaba de las sombras y de Dios.
Todo eso, y, un poco más al fondo, la historia.
La historia, abajo y por todas partes. El cementerio de llamas con sus telares incaicos, y las tumbas huaqueadas y las tumbas cerradas. Los dibujos raros sobre la arena de fierro, y los tejidos con plumas sobre la pampa ancestral.
Paracas hablaba. Podía hablar, porque no tenía casi sonido humano. Hablaba del tiempo y de la Creación, hablaba del hombre y su vulnerabilidad, hablaba de las sombras y de Dios.
Y es que, les digo, el Paracas que yo conocí era más que un lugar, una religión. Para entender cómo, había que haber sido niño en ese balneario chiquito y medio abandonado, con su malecón eternamente roto, e intentar pedalear la bicicleta contra ``la paraca'' bajo una de esas puestas de sol en las que la tierra se abría, terrible y deslumbrante a la vez, sobre nuestras cabezas.
Puede que el Paracas que venga sea en varios sentidos mejor. Pero no puedo dejar de llorar al que se fue. Al que estaba habitado por dioses primitivos y tenía esa combinación inigualable que, traiga lo traiga, el nuevo Paracas no podrá tener: la de la soledad y el viento.
Puede que el Paracas que venga sea en varios sentidos mejor. Pero no puedo dejar de llorar al que se fue. Al que estaba habitado por dioses primitivos y tenía esa combinación inigualable que, traiga lo traiga, el nuevo Paracas no podrá tener: la de la soledad y el viento.
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