La historia de Jacobina Diez Canseco que estuvo de novia 40 años con Florencio De Los Heros, un hacendado maleño de plátanos y algodón que murió sin nunca desposarla. Una enfermedad acabo con su vida y ella murió casta y pura para toda la eternidad.(Juvroh)
Por Renato Cisneros.
Esta mujer existió. Digamos
que se llamaba Jacobina. Jacobina Diez Canseco Escalante. Era descendiente
directa de doña Francisca Diez Canseco, esposa del mariscal Ramón Castilla. En
la década de los cuarenta, la joven Jacobina caminaba por Lima preciándose de
ser la única sobrina bisnieta viva del ex presidente. Cuando iba al bazar de
las Fuerzas Armadas, a la sola mención de su parentesco con Castilla se le
abrían las puertas inmediatamente.
Pero ni esa alcurnia ni el
haber crecido en un ambiente familiar prometedor salvaron a Jacobina de la que
sería su gran frustración: no haberse podido casar con Florencio de los Heros,
el hombre con quien mantuvo un noviazgo de cuarenta años. Cuarenta.
De los Heros era un próspero
empresario platanero y algodonero, dueño de extensas tierras en el sur de Lima,
en la zona de Mala y Cañete. Un buen día cayó víctima de una enfermedad llamada
Viruela Loca, que no solo le marcó el rostro con unas llagas espantosas, sino
que además le producía impotencia sexual, vergonzosa disminución que le impedía
desposar a la paciente Jacobina. Dicen que Florencio se sometió a diversos tratamientos
médicos, todos infructuosos; las malas lenguas, sin embargo, aseguran que en
una de sus haciendas trabajaba una morena de caderas incendiarias que lo
visitaba por las noches y con la que parecía superar milagrosamente los penosos
inconvenientes del extraño mal que lo importunaba.
Jacobina soportó estoicamente
el paso de las décadas, en la esperanza de que su prometido se recuperase.
Mientras tanto, se solazaba coleccionando cientos de regalos para su futuro
ajuar. Cada diez años, ante la renovación de votos del noviazgo, De los Heros
multiplicaba los obsequios. Hay gente que asegura haber visto en el garaje de
Jacobina cerros de electrodomésticos nuevos, cocinas, refrigeradoras, abrigos
de armiño, jarrones de bronce, lamparones de cristal, floreros de la dinastía
Ming, cajas selladas de champán, whisky, jerez, brandy, oporto, además del
menaje de porcelana que se pensaba usar en la celebración de la boda, que nunca
se realizó. El piso del garaje se hundió cinco centímetros por el peso de todas
aquellas reliquias. Pero sin dudas lo que más llamaba la atención de los
fisgones era el tálamo nupcial: una cama enorme que había sido enviada al Cusco
para que el maestro Alberto Quintanilla tallara en su cabecera una delicada
escena de caza. Con los años ese lecho se convertiría en una famosa pieza de
arte, La Cama de Quintanilla, que hoy —intacta, jamás estrenada— se exhibe en
un ignoto museo de Londres.
A la muerte de Florencio,
Jacobina se enclaustró. En su reclusión se dedicó a leer las páginas sociales
de los periódicos, jugar cartas cada quince días con amigas —viejas
emperifolladas que fumaban y, entre volutas de humo, canjeaban chismes de la
aristocracia limeña—, y a organizar las opíparas navidades de los Diez Canseco.
Hasta el último de sus días estuvo acompañada por la fiel Nana Zenaida, una
mujer tarmeña, odriísta e inmortal; el mayordomo Zenón, que al sonar de una
campanilla aparecía automáticamente sin importar la hora que fuera; y el Negro
Fidel, un barrendero borracho de la municipalidad de Miraflores que dormía en
un cuartito del fondo la casa.
Jacobina murió a los noventa
años. Soltera, casta, digna, con el pelo blanco como una gran mata de algodón.
Su callada biografía sentimental —contada aquí tal como me fue relatada— debe
ser su mejor herencia.
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