Por Rodolfo Hinostroza.
Cuando yo tenía la página
gastronómica de un diario local, uno de mis colegas, el fotógrafo Carlos
“Chino” Dominguez, me invitó a comer cabrito de techo, que es el gracioso y
repulsivo nombre que los criollos viejos le dan al gato doméstico. “Tú que eres
gastrónomo” me dijo “seguro que te va a gustar”. Lo que no sabía el Chino es
que yo me había criado entre gatos, por así decirlo, y desde muy niño había
aprendido a quererlos y a admirarlos tal como otras personas aman a los perros,
o a los caballos. Me podía quedar durante horas admirando sus gráciles
movimientos, sus saltos elegantes, sus divertidos juegos. Cuando yo vivía en
París me afilié a la única institución que pertenecí en mi vida, la “Sociedad
de Defensa de los Gatos Libres”, cuyos miembros nos comprometíamos bajo palabra
de honor a proteger a los gatos callejeros que encontráramos por ahí, y darles
comida y techo. Y justamente enfrente de mi casa había un terreno baldío donde
paraba un gatito atigrado que aparecía y desaparecía, pero solía dormir
acurrucado en un viejo portal, de modo que me dediqué a protegerlo: le construí
una casita con una caja de cartón forrada con trapos viejos, para el frío, y le
dejaba latitas de comida para gatos que él se despachaba en un par de días,
feliz de la vida. Unos años más tarde llegué a tener 17 gatos, que fue mi
récord absoluto en cuestión felinos, muy lejos desde luego que mis amigos
mexicanos Carlos Monsivais, que confesaba un centenar de gatos, y la viuda de
Octavio Paz, Marie-Jo, que ya va por los 120…
“Y con qué cara voy a mirar a
mi gato cuando regrese a casa? “ le repuse al Chino, quien, felizmente, nunca
más me volvió a invitar a semejante atrocidad. Después me enteré de que fueron
los esclavos negros los que introdujeron esa abominable costumbre en el Perú, y
no porque en el África se comiese gato, sino porque los esclavos no tenían
acceso a ningún otro tipo de carne. Según las leyes coloniales, los españoles y
sus descendientes se alimentaban solo de la carnecita de bueyes, cerdos y
corderos, y dejaban las vísceras para el pueblo: esclavos negros, blancos
pobres y toda suerte de mestizos. Es por eso que los negros se volvieron
virtuosos en la preparación de mondongos y menudencias: anticuchos, choncholí,
pancita, cau-cau, y la morena anticuchera se convirtió en una institución que
hasta ahora reina en las esquinas de algunos barrios. Y para salir de la
monotonía de tal dieta, cazaban gatos techeros y se los comían en ocasiones
especiales, y debemos creer que lo encontraban delicioso.
Es un caso parecido –salvando
las distancias– a las vicisitudes de las guerras, en que los hambrientos
combatientes se alimentan de ratas y de todo tipo de alimañas, y las encuentran
igualmente deliciosas… Pero una cosa es la guerra y otra la paz, una cosa es la
esclavitud y otra la libertad. Y en períodos de paz nadie sueña con comerse una
gorda rata repugnante, aunque sea sazonada con las más ricas salsas, y su sola
mención provoca el asco. Pero lamentablemente la costumbre de comer gato
perduró, especialmente en el Sur Chico, donde históricamente se concentraron
los esclavos negros, bajo pretexto de celebrar a Santa Efigenia, la única santa
negra del panteón cristiano, y una vez que don Ramón Castilla decretó su
libertad, los afroperuanos lo celebraron con banquetes de carne de gato, hasta
el día de hoy. Horrible, ¿no?
¿Y por qué eso nos inspira
tanta repugnancia? Pues simplemente porque el gato es un animal doméstico, un
compañero que el hombre ha elegido desde hace muchos milenios, juntamente con
el perro y el caballo, para que lo acompañe en la aventura humana y no para que
le sirva de alimento. Es repugnantemente desleal que aquellos fieles camaradas
de días felices y desgraciados, que esperan de nosotros la salud y la vida,
sean sacrificados y devorados por sus propios amos. En el Egipto de los
Faraones los gatos eran considerados animales sagrados, porque se creía que
eran capaces de percibir y ver el alma de la gente, cosa que los humanos somos
incapaces de hacer, y es por ello que solían acompañar a sus amos a la tumba,
junto con sus servidores como se comprueba en las antiguas sepulturas. Y es
más, el hecho de matar intencionalmente a un gato era castigado con ¡la pena de
muerte! ¡Que tiemblen los cañetanos!
Y es paradójico que en plena
Revolución Gastronómica Peruana, que ha llevado a nuestra cocina a los primeros
rangos de la gastronomía mundial, justo después del festival “Mistura” del que
nos enorgullecemos todos los peruanos, venga el abominable “Curruñao”, en el
que se engorda durante meses a los gatitos hasta que adquieren volumen y peso,
y entonces sus propios amos los sacrifican alevosamente, para comérselos como
verdaderos salvajes. Guardando todas las distancias del caso, esto me hace
recordar unas páginas del cronista Cieza de León, que cuenta cómo es que los
caníbales americanos criaban y engordaban a los niños, fingiendo amarlos y
protegerlos, hasta que una vez cumplidos los 12 años eran muertos,
descuartizados y engullidos por aquellos antropófagos, provocando el asco y el
horror de los conquistadores. Es el mismo asco y horror que nos provoca a los
seres civilizados ese festival de la Quebrada San Luis de Cañete, en que esos
preciosos animales domésticos son devorados por los desaprensivos pueblerinos,
en homenaje a los esclavos negros que trajeron esa vergonzosa costumbre al
Perú, provocando el repudio de la mayor parte de su población que se precia de
su estupenda gastronomía.
¿Y dónde está la Sociedad
Protectora de Animales?
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