Por: Esteban Gagliardi.
Siempre me encantaron los
colores de los caballos que veía por los valles sureños de mi tierra natal
Cañete, reverdecidos y coloridos, bañados por el suave rocío matinal y
bendecidos por las frescas aguas del rio Cañete, que bajando desde Pacaran y
atravesando Lunahuana, culminaba su recorrido en las cálidas playas de San
Vicente.
Con apenas 5 veranos en mi
haber y muchas energías por derrochar, siempre anhele vivir en las praderas,
correr por los sembríos, robar alguna que otra sandilla del huerto vecino y
disfrutar de la jugosa y refrescante fruta con algunos amigos “Palomillas” –
como nos decía mi padre – y regresar a casa al atardecer, preocupados por los
correazos que nos caerían en las piernas descubiertas y picoteadas por los
mosquitos del campo.
Recuerdo un caballo de color
marrón pastando en las chacras de algodón y maringol, y me encantaba el solo
mirar y el desear estar cerca de él, pero de pronto veía otro caballo de color
caramelo con su cabello rubio, lo que me recordaba a mi padre, que aunque
curtido por los años vividos en la hacienda, con el pelo cano y cenizo, este
alguna vez lo tuvo rubio, siendo sus
ojos azules lo que más lo evidenciaban.
¡Hoy no saldrán a la calle! -
me decía mi madre – papá ¿podemos ir a jugar al parque? – Dile a tu mamá – nos
contestaba el viejo. Castigados sin más remedio por las travesuras del día
anterior, mi hermano y yo sentíamos la necesidad de hacer algo, los brazos de
los sillones forrados en cuero, cuarteados por los años, ya no nos eran
permitidos montarlos, ni para arrear al ganado, ni para luchar contra los
indios. Habíamos sido vetados por la más alta autoridad de la casa y de quien
dependía nuestra libertad callejera, ya que para mi padre, no había permiso que
consiguiéramos, pues no gustaba de vernos mataperrear en las rúas del pueblo y
regresar con las rodillas negras y arañadas, con las uñas llenas de mugre y la
cara tan sudada, que hasta nuestro cabello de puros rulos, terminaba siendo un
amasijo de pelos, que albergaba liendres y piojos que cotidianamente nos
compartían nuestros amiguitos del valle, “Los Palomillas”, como mi padre les
decía.
Aquel día, el patio de la casa
se tornó en nuestro escenario y debajo de la ramada encontramos un par de
escobas de paja, de esas que hasta el día de hoy vemos, más gastadas de un lado
de la paja, asemejando la cabeza de un caballo y, sin mediar mayor
inconveniente, me monte en ella,
comenzando a cabalgar cada uno con su corcel, libres como el viento,
libres hacia el horizonte, y el sonido que salía de nuestras bocas….chukutun,
chukutun, marcaban el paso de nuestro andar. De pronto jalábamos de las riendas
al caballo para detener nuestro galope y este relinchaba parándose en dos
patas, para anunciar su llegada. Su presencia altiva y señorial, su color
caramelo y su pelo rubio, me hacían llamarlo Tigre, siendo Roy Roger mi nombre
adoptado y nuevamente emplazábamos hacia el contorno del patio, sorteando el carro
viejo y abandonado, un Cadillac negro, del cual muchas veces lo usábamos de
diligencia, pero ahora, el contacto con nuestro caballo era más que estupendo,
era magnífico. El poder correr por cualquier parte, el sentir el viento rosar
nuestro rostro, y el saltar los obstáculos, era toda una aventura quijotesca,
que nos permitía dejarlos en la puerta de ingreso a la casa, pastando y
bebiendo agua, a la espera de que nuevamente nos uniéramos en uno solo,
cabalgando hacia el ocaso, en una tarde de verano; un estío que llegaba cada
vez con más calor, haciéndonos sudar hasta quedar empapados, aliviados tan solo
por una fresca limonada recién hecha en casa.
¿Mi Escoba…? preguntaba mi
madre, - Mi Caballo… está en el patio le contestaba. Y mirándome fijamente y
con la ceja levantada, - Uhmmm - asentía
con una mueca entre labios y la tomaba para seguir barriendo la casa y el patio
de atrás, escenario de nuestra hidalga cabalgata. ¿A quién le toca comprar el
Pan? Decía a lo lejos mi madre y siendo viernes, era mi turno de ir hasta la
panadería La Suprema, a dos cuadras de la casa, pero ¿Cómo iría?, Mi Caballo en
ese momento era la Escoba de mi madre, ¿cómo decirle que para poder hacer el
mandado? debía hacerlo con mi corcel color caramelo, con el pelo rubio como el
de mi padre. Cruzar el valle sin sentir la brisa recorrer mi rostro y cruzar
los ríos turbulentos sin mi compañero de aventuras, me hacían presagiar una
pavorosa angustia de tener que caminar por la vereda de cemento y cruzar la
pista de asfalto. Basto un descuido de mi madre para que al sacar de su mandil
el sencillo para el pan, sin pensarlo dos veces, pudiera tener entre mis manos
a Tigre y salir raudamente hacia el valle, con el sol a mis espaldas,
escuchando a mi madre llamarme por un nombre que ya no era el mío, pues montado
en mi corcel de color caramelo con el pelo rubio, como mi papa, mi nombre era
ahora Roy Roger.
La navidad estaba cerca y la
lista de Papa Noel era cada año más larga, pues llevábamos la cuenta de los
regalos que no nos llegaron la navidad anterior, más lo de esta nueva
natividad. ¿Quién de niño no ha querido una pelota?, un carrito, un juego de playa
para escarbar en la arena, una ropa de baño nueva, para no usar la del primo
mayor, o la del hermano que ya adolescente, por allí mi madre había conservado
tu traje de playa.
Esta navidad apenas era la
sexta que viviría, pero la única que recordaría con tanto cariño, pues mi carta
llego a los ojos de Papa Noel, que aunque seguía quedando pendiente muchos
pedidos anteriores, esta vez cumplió todas mis expectativas; en la sala y al
pie del árbol navideño encontré el regalo más grande que habría podido recibir
¡Un Caballo! Y era como me lo había imaginado, de color caramelo y con el pelo
rubio, llevaba unas riendas de cuero que salían desde el filete y adornaba su
hermosa cabeza y su crin…, tan larga que me hacía cosquillas en las manos, su
mirada era tan tierna y sus orejas apuntando hacia mí, se mostraba atento a
toda reacción llena de emoción. Sin pensarlo dos veces me monte en él y comencé
a cabalgar por toda la casa, feliz con el regalo que mis padres me habían dado,
me deslizaba sin dificultad por el piso
de madera en la sala y afirmándose mejor, en el piso de tierra del patio, bajo la ramada; es que las rueditas apostadas del otro
extremo, hacían contacto con el suelo y me permitían poder correr a mi gusto.
Con apenas seis años de vida,
había logrado tener lo que otros aún siguen soñando u otros recuerdan con
agrado, como parte de su niñez, pero esa es mi historia y ese era mi caballo.
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