Cristian Acuña, (recostado en la pared, de azul) y Carlos
Díaz (de blanco), fugaron de Tambo de Mora el 2007, pero volvieron. Ahora
comparten celda.
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La historia de los presos que
fugaron del penal de Chincha, en el terremoto de Pisco del 2007, tuvo un final
inesperado. Los 683 regresaron a los pocos días. Algunos todavía cumplen
condena en otros penales. Otros salieron y volvieron a caer.
Texto: Juana Gallegos.
Fotografía: Melisa Merino.
– La libertad para mí, señorita,
es una mujer hermosa a la que pueda querer.
Cristian Acuña (23), reo del
pabellón 3 del penal “La Cantera” de Cañete, tiene 8 años de condena por una
larga carrera de asaltos a mano armada. Es un tipo bajo y flaco que habla
estirando la 's' como el típico achorado de barrio. Sus dientes están forrados
con coronas de plata y es uno de los internos que escaparon del penal Tambo de
Mora de Chincha tras el terremoto de Pisco, el 2007. Fugó y volvió a los pocos
días, como un tigre domesticado que regresa a su jaula de circo. A su hábitat.
EL TERREMOTO
La gente no vio los estragos
que dejó el sismo de 7.9 grados Ritcher sino hasta la mañana siguiente. Pisco,
el lugar del epicentro, Cañete, Chincha e Ica tuvieron el despertar de una
ciudad bombardeada. Mientras las primeras noticias contaban 350 muertos, ya se
sabía que 683 reos habían fugado de la cárcel.
La noche anterior, el 15 de
agosto, minutos después del terremoto, corrió el rumor de que la cárcel había
desaparecido, que el mar se la había tragado y que todos los presos habían
muerto.
Tambo de Mora –ubicado al sur
de Chincha– quedaba a pocos metros de la playa y fue construido prácticamente
sobre la arena. Sólo a la mañana siguiente se tuvo información real: el
terremoto había vencido al muro perimétrico y a esas horas ladrones, asesinos y
violadores caminaban sueltos por las calles.
Los celadores y los alcaides
se quedaron solos como huérfanos en el penal, custodiando celdas vacías,
paredes agrietadas y rejas hundidas en el concreto removido. El movimiento fue
tan fuerte que el piso del patio central se abrió en bloques y por las grietas
brotó agua de mar. Mientras se inundaba, por un momento, el penal se asemejó a
un barco en naufragio. El agua salada cubrió 20 centímetros de las paredes.
A los 14 celadores se les
ordenó esperar por si los internos regresaban. Se comían las ganas de ir a ver
a sus familias. Pero esperaron y los reos regresaron.
Juan Lévano, celador de larga
carrera del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), fue uno de los que se
quedó esa madrugada. Era el guardián responsable del pabellón 1. Siete años
después está parado sobre desmonte y basura frente a las celdas ruinosas de
Tambo de Mora, en el pabellón en el que se quedó encerrado junto a decenas de
prisioneros.
“Por aquí escaparon”, dice
señalando el tragaluz de barras de cemento empotrado en la pared que los
internos rompieron. “Salían los flacos no más, los gordos no pasaban”.
Le resulta curioso recordar a
algunos internos huyendo en la noche y regresando al día siguiente como colegiales
puntuales.
"Algunos subieron a los
cerros porque pensaban que el mar se salía. La gente gritaba: ¡Tsunami! Otros
se ocultaron en las chacras. La mayoría se fue a la carretera buscando
movilidad para llegar a sus casas", dice Juan.
“Yo me metí al mar con cuatro
muchachos. Nos demoramos una hora en salir porque se oían disparos”. Walter
Canchari (40) cumplía tres años y medio de una condena de 12 por asaltar
camiones distribuidores de gaseosas. Le faltaban tres meses para pedir la
reducción de su pena. Si se le ve en la calle pasaría como el padre de familia
que es.
Cuando empezó el primer
remezón estaba echado en su camastro y se quedó allí con los ojos cerrados.
Sólo reaccionó cuando escuchó que habían tumbado la puerta del pabellón.
"Cuando me paré sentí el agua helada hasta la pantorrilla”.
“Yo estaba prendiendo el
primus para preparar la cena. Comenzó el
terremoto y me agarré de las rejas, para que no me cayera nada encima. Cuando
pasó el último remezón saqué mi plata, busqué mi vela y me puse una chompa
gruesa por si había que cruzar el alambrado”. Agustín Guzmán (57) es el
administrador de la tienda del pabellón 3 del penal La Cantera en Cañete. Junto
con otros 69 fugitivos arrepentidos de Tambo de Mora cumple condena en esa prisión.
Agustín vende golosinas y
hornea pan para los presos. Cumple una condena de 15 años por robar autos y
asaltar a comerciantes mayoristas. Este es su tercer ingreso a la cárcel.
Recuerda que cuando fugaba del
penal se encontró al subdirector en la puerta principal, quien sólo atinó a
decirle: “Vete nomás, muchacho”.
A las 9 p.m., la cárcel estaba
vacía. Sólo era alumbrada por cuatro mecheros cuya luz se reflejaba en el agua
de mar que lo había inundado todo. Todo flotaba.
LA FUGA
La familia de Walter Canchari
vivía en un pueblo joven de Chincha. Walter se escapó con otros tres reos. Como
nadie los quiso llevar, atracaron a un taxista, lo metieron en la maletera de
su station wagon y lo secuestraron hasta que cada uno llegó a su casa.
"Pero le pagamos diez soles. No vayas a pensar que le robamos",
aclara Walter.
Por la mañana volvieron los
primeros reos. Los que subieron a los cerros, bajaron. Los que se fueron a las
chacras, retornaron. Volvieron esperanzados porque el ministro de Justicia de
esa época prometió beneficios a quienes se entregaran voluntariamente.
Algunos demoraron días. Otros,
semanas. Pero al fin y al cabo casi todos retornaron. Solo hubo unos cuantos a
los que la Policía tuvo que buscar. Pero a los demás se les vio llegar solos,
con sus familiares o en grupos, como los integrantes de un club anónimo.
Tambo de Mora, aunque caído,
siguió funcionando como cárcel transitoria. Los que llegaban eran retenidos en
la cafetería, la única construcción segura. Cuando se juntaban 80, eran
repartidos entre los penales de Ica y Cañete.
LA LIBERTAD
Víctor Aquije (33), alias 'El
negro', muestra el retrato de Martina, su mujer, tatuado en su antebrazo
izquierdo. Parece el dibujo de una niña con tetas grandes. Se la tatuó él mismo,
con tinta china, junto a los nombres de su hija Xiomara de 17 años y Fanny de
3, concebida en el penal.
El espejo que ha colgado en la
pared crea la ilusión de que su celda es más amplia. Víctor cumplía la pena más
alta cuando la naturaleza le abrió las rejas: 30 años de condena por asaltar un
bus interprovincial y disparar y matar al conductor en el forcejeo. Era
previsible que no regresaría por cuenta propia, aún le faltaban 27 años más en
presidio. Lo primero que se le ocurrió
fue ocultarse.
Vivió dos meses como prófugo,
escondido en la chacra de un hermano hasta que lo capturaron y se entregó,
dócil, como un gatito.
A Walter Canchari, uno de sus
hijos le dijo que se quedara, que no saliera a la calle y que cumpliera la sentencia en la casa. Retornó
a los tres días, al enterarse que la policía había capturado a su hermano
pensando que era él. Agustín Guzmán retornó a las 48 horas. Dice que la cárcel
le ordena la vida de alguna manera. Parte del dinero que gana en su tienda se
lo da cada día de visita a su nueva mujer, la mamá del reo con el que comparte
celda y a quien ahora llama “hijo político”.
"No pagan luz, ni agua,
ni alquiler. Pueden tener hasta dos mujeres, la esposa y la amante, y turnarlas
los días de visita. Si se enferman, los llevan en ambulancia al hospital.
¿Crees que afuera van a tener todo eso?”, dice una técnica del penal La
Cantera, en Cañete, cuando se le pregunta por qué cree que volvieron.
Durante estos 7 años, a
algunos de los fugitivos arrepentidos se les cumplió la pena y salieron en
libertad. Sin embargo, volvieron a caer y hoy cumplen una nueva condena.
Juan Lévano, el viejo celador,
ha visto a muchos entrar y salir de prisión, una y otra vez, como si la
libertad fuera para ellos una anécdota,
como si su vida fuera en realidad una prisión.
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