Llegó un momento en que solo querían
recibir abrazos, silenciosos pero significativos abrazos que les recordaran que
no estaban solas frente a una profunda tristeza. “Fue una etapa muy difícil
para nosotras. Al principio llegaban a la parroquia tres o cuatro mujeres por
semana, pero pronto el número se elevó a veinte o treinta”, recuerda Juliana
Quijano, una de las primeras desplazadas por causa de la violencia y que
durante dos décadas ejerció de comprometida anfitriona y traductora de un grupo
de mujeres, analfabetas y quechua hablantes, que llegaban a Lima huyendo de la
sierra.
Los salones de la Parroquia Niño Jesús
de San Juan de Miraflores se convirtieron en su primer lugar de acogida. Sus
paredes fueron testigo de las primeras artesanías. “No eran de buena calidad y
nadie las quería comprar. La primera que vendimos, por un sol cincuenta,
significó una de nuestras primeras alegrías después de tanto dolor” recuerda
Juliana.
La melancolía aún se asoma en la
mirada de Donata López, quien tuvo que abandonar Yauyos en los años ochenta.
“Al principio solo cosíamos escenas violentas”, recuerda. Iglesias incendiadas,
de campesinos ajusticiados o cerros infestados de cruces eran plasmadas en
detalle sobre el tocuyo. Las sesiones de costura terminaban en un llanto
colectivo. “Sin embargo, la actividad nos ayudó a plasmar aquello que no
podíamos decir con palabras. Lo que empezó como un juego se convirtió en
nuestra mejor terapia psicológica”, completa Juliana.
A principios de los 90, con el apoyo
de la ONG Suyasun, ya eran un ejército de más de un centenar mujeres, quienes
armadas con unas inofensivas agujas, lograron ganar la batalla contra lo
vivido. “Un buen día desterramos nuestros traumas y comenzamos a representar en
las arpilleras los mejores recuerdos de nuestra tierra”, dice Josefa Huamaní.
Hoy en día en el grupo solo permanecen dieciséis.
Presencia en Voces por el Clima
Hoy dos grandes arpilleras de casi
tres metros de altura presiden el Pabellón de Montaña, Glaciares y Agua en
Voces por el Clima. Son una de las piezas principales de una exposición donde
la COP20 rinde un sentido homenaje a la biodiversidad del Perú. Su producción
en menos de cuatro semanas ha supuesto uno de los más grandes retos enfrentados
por estas valientes artesanas. Más de dos mil minifrutas, hortalizas y verduras
de tela crecen en andenes, también de tela, bellamente ejecutados en la
vertiente del Pacífico; colonos e indígenas conviven en el bosque de nubes de
la vertiente del Amazonas; el mercado serrano es una delicia para la vista.
Ambos trabajos representan la visión
estética y didáctica de unos recursos naturales, resultado de la domesticación
amable que el campesino peruano ha realizado desde tiempos remotos, que tienen
su reflejo en el presente y que representan una clara oportunidad de futuro. A
Juliana, Donata o Josefa no les ha costado mucho imaginarse los campos de
quinua o la cosecha de papas nativas porque ellas, antes de artesanas, también
fueron agricultoras.
(Texto: Xabier Díaz de Cerio / Fábrica
de Ideas)
(Juvroh/Actualidad Cañetana/Al Rojo
Vivo/14-12-2014)
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