La muestra fotográfica y testimonial
“Vidas” de Pensión 65 que se exhibe en Lima está compuesta por historias de
resistencia, solidaridad y esperanza que reflejan lo difícil que es ser adulto
mayor en el Perú y vivir en la extrema pobreza, en especial en el interior del
país.
Los 15 paneles de la exposición
ubicados en medio del pasaje Santa Rosa, en el Centro de Lima, permiten conocer
los rostros y los testimonios de estos adultos mayores que representan a los
450,000 usuarios del programa social cuya calidad de vida ya empezó a mejorar
gracias a la subvención económica que reciben cada dos meses.
Durante la ceremonia de inauguración
de la exposición “Vidas”, en la Galería Municipal de Arte Pancho Fierro, el
director ejecutivo de Pensión 65, José Villalobos, explicó que la exposición
fotográfica representa un breve resumen de lo avanzado en estos tres años de
intervención del programa.
“Creemos haber contribuido en
evidenciar a una población que permanecía invisible para la sociedad, que
incluso hasta carecía de DNI y se encontraba fuera del sistema”, dijo
Villalobos Castillo, tras detallar que en esta exposición fotográfica se
cuentan historias de la realidad del adulto mayor y cómo se encuentran luego de
la intervención del Estado, a través de Pensión 65, programa social del
Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis).
El Director Ejecutivo de Pensión 65
también resaltó cómo la exposición “Vidas” muestra el trabajo realizado con la
intervención Saberes Productivos, que ha permitido revalorizar a los adultos
mayores en su comunidad y transmitir sus conocimientos a las nuevas
generaciones en diversas localidades de los 24 departamentos del país.
Vidas que perduran
La violencia terrorista dejó profundas
y dolorosas huellas en Julia Rosa Fernández, una mujer asháninka de 74 años,
cuando Sendero Luminoso asesinó a su esposo y a sus dos hijos a mitad de la
década de los ochenta.
“Al perder a mi familia ya no tenía
apoyo de nadie, sola no podía sembrar la chacra. No había quién me ayude, solo
preparaba masato porque me sentía muy triste”, cuenta doña Julia, quien vive ne
la comunidad de San Pablo de Shimashiro, en Chanchamayo, Junín.
Después de años, Julia Rosa se ha
convertido en beneficiaria del Plan Integral de Reparaciones y también recibe
Pensión 65. “Me está ayudando a construir mi casita y a comprar alimentos como
pescado seco, leche, huevos y otras cosas”, agrega.
A estas alturas de su vida, Rosalbina
Valerio Valerio (76 años) piensa que nunca fue más feliz que en su infancia,
cuando la vida se reducía a estudiar y a jugar con sus hermanos mientras
pastaban en las alturas de Tupe, en la provincia de Yauyos, Lima, donde nació.
Hoy, Rosalbina siente que su misión en
la vida acaba de empezar. Dueña de una larga experiencia de trabajo y
sabiduría, se sabe heredera de una cultura milenaria y se angustia porque su
lengua, el Jacaru, está en peligro de extinción. Guillermina no descansa y
trabaja muy duro para cumplir una meta:
“Quisiera que nuestra lengua perdure,
que no se pierda, que nuestros jóvenes y niños la conozcan, la hablen, quisiera
que no se olviden de nuestras costumbres. Es la mejor herencia que les podemos
dejar”.
Enseñando con el corazón
Su madre falleció cuando Marcelina
Lope Siccos era aún pequeña y su padre no quiso volver a casarse porque temía
que una madrastra maltratase a sus cuatro hijas. Él y su abuela la iniciaron en
la afición de contar historias de aparecidos, de amores imposibles y fabulosos
tesoros que quedaron en la memoria de los vecinos de Pisac en el Cusco.
Cuando Marcelina creció, le gustaba
pastar y hablarle a sus ovejas, alejarse por los montes para cantar, contar y
bailar. Todo lo que tuviera dimensión fantástica alimentaba su imaginación.
Pero en su etapa de casada su fantasía
dejó de volar. Al padre de sus seis hijos nunca le gustó que narrara cuentos,
decía que eran “tonteras de la imaginación” y entonces Marcelina, temerosa y
obediente, calló por muchos años.
“Hace unos años él falleció en un
accidente con tres de mis hijos, fue horrible, todos se fueron, eso me puso muy
triste”, dice apenada recordando esa etapa negra en que muchas veces pensó en
morir.
Cuando Marcelina, hoy con 74 años, se
convirtió en usuaria de Pensión 65 literalmente encontró la salvación a su
vida. “Recobré la alegría y las ganas de vivir, no sólo por mi pensión que me
ayuda mucho, sino porque este programa me dio la oportunidad de volver a contar
en las escuelas de Pisac aquellos cuentos y leyendas que aprendí de niña y que
por muchos años me callé. Hoy mi corazón está contento. Los niños me escuchan.
En mi comunidad no me conocen como Marcelina, soy la cuentacuentos de Pisac y
me siento orgullosa”, cuenta emocionada.
(ANDINA/Juvroh/Actualidad Cañetana/Al Rojo
Vivo/25-12-2014)
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