Este
Búho estuvo el pasado fin de semana en Lunahuaná. A las 6 de la mañana salí de
Miraflores como un pingüino, porque estaba nublado y lloviznaba, pero a solo
dos horitas estaba ante un valle espectacular, con un río cristalino y un sol
esplendoroso. Lunahuaná, cada vez que llego, me sorprende. Se moderniza más.
Hoteles con lindas piscinas, más agencias para practicar el canotaje a toda
escala, para principiantes y avanzados adrenalínicos. Ahora las cuatrimotos son
la delicia de grandes y chicos. Todo, allí, en la ciudad. Y por supuesto, su
deliciosa gastronomía, en base al rey del río, el camarón. Pero no siempre fue
así este pueblo que ya alberga a turistas, principalmente de Sudamérica
(argentinos, chilenos, ecuatorianos) y también a muchos visitantes nacionales (trujillanos,
chiclayanos y piuranos) que invaden sus hoteles, que los hay para todos los
gustos y bolsillos. Pero como les digo, no siempre el pueblo fue cosmopolita y
destino turístico. Obligatoriamente debo ingresar al túnel del tiempo: finales
de la década de los 70. Este Búho quinceañero se aprestaba a irse, en su viaje
de promoción, con el emblemático ‘Hipólito Unanue’.
Carlos
‘Cachín’ Alcántara es alumno ilustre de este colegio y cuenta que su ‘promo’ se
fue a Naplo. Nosotros, un año antes, tuvimos la suerte de viajar a ¡¡Paracas!!,
pero inexplicablemente íbamos a hacer una parada de dos días en un pueblo que
ningún alumno sabía, hasta ese momento, de su existencia: Lunahuaná. ‘Queda por
Cañete’, fue lo único que nos dijeron. Cuando llegamos al pueblecito, en una
carretera semiasfaltada y polvorosa, no como la moderna autopista de ahora,
vimos un pueblo donde el tiempo se había detenido. Alucinen qué importante e
inusual era la llegada de forasteros, que nos recibió un desfile del único
colegio nacional mixto con su banda. No pasaban carros por sus callecitas, solo
burros y caballitos. Pero lo que más nos alucinó fue el río limpiecito. De
frente nos fuimos a bañar. No había, creo, hoteles, por eso llevamos carpas
para acampar en la cancha de fútbol del colegio. Ese día goleamos a la
selección del centro escolar anfitrión, en una espectacular tarde del terrible
‘Chato’ Ramírez, hoy un reputado psicólogo. Sin que los profesores lo supieran,
nuestro capitán, Lucho Rivadeneyra, había apostado con su homólogo de Lunahuaná
que el que perdía, pagaba ¡¡seis damajuanas de cachina!! Hasta ese momento,
nadie del salón había probado tal trago. Es más, la mayoría ni siquiera se
había metido una borrachera. A lo mucho, unos vasos con guinda para despedirnos
del ‘cole’.
Las
noches eran aburridazas, no como ahora que hay discotecas y bares por doquier.
Creo que la luz la ponía un grupo electrógeno hasta la una de la madrugada. Los
profesores se perfumaron bien, porque tenían una fiesta con sus colegas del
lugar. ‘Pórtense bonito, muchachos’, nos advirtió el profe de historia,
‘Fanfarrón’. Ni bien se fueron nos juntamos y abrimos esas misteriosas
damajuanas. ‘¡¡Qué rico!!’, gritaba el gigantón del salón, Mario Campos, actual
contador de una gran firma. ‘¡¡Dame otro vaso, otro!!’, imploraba Jorge Bayona,
el chancón del salón, hoy médico cirujano. Solo el Chino Villacorta sabía más
que nosotros de lo que trae la noche. Advirtió: ‘¡Cuidado, esto no es
Coca-Cola. La cachina es trepadora!’. Pero alguien, creo que el ‘Loco’ Messía,
le dijo: ‘No seas cobarde, Chino. Chupa nomás, que el mundo se va a acabar’. Y
en verdad se acabó, porque poco a poco la gente comenzó a actuar de manera
rara.
El
japonés Hiyahira, hoy ingeniero, abolló al tranquilo Pacheco. El ‘Loco’ Messía
fue a lanzarse por la soga que te llevaba a la otra orilla del río y se quedó
atascado en medio pidiendo auxilio. Pero en eso llegaron las chicas de quinto
del colegio nacional, bien vestiditas, regalándose como canchita en cebichería,
para llevarnos a conocer una ‘poza encantada’ a dos kilómetros río arriba -creo
que era cuento, algo querían-, pero al vernos pasadazos de vuelta se fueron
corriendo asustadas. Mientras huían, nos dijeron: ‘Ustedes, los de la A, no son
como los de la C, que son caballeritos’. Y tenían razón. Seguro ellos, que
viajaron antes que nosotros, les llevaron rosas y -tal vez- alguno hasta les
propuso matrimonio.
Pero
lo peor fue cuando llegaron los profesores y se echaron a dormir en su carpa.
Lucho ordenó: ‘Hay que vengarnos por todos los rojos, las expulsiones, las
cachetadas, las levantadas de patilla’. Y todo el grupo, sigilosamente, levantó
las estacas de su carpa que les cayó encima. Hasta allí el plan iba bien, pero
uno pasado de vueltas, cometió la osadía de lanzar una damajuana vacía a esa
carpa caída y sonó ¡clock!, seguido de un ¡¡ayyy!! Todos nos refugiamos en
nuestras carpas. Al día siguiente levantamos el campamento e ingresamos al
viejo, pero respondón ómnibus del colegio. Nadie nos fue a despedir.
Las
chicas se encerraron en sus casas. Nuestro próximo destino era Paracas, nuestro
sueño, al menos el mío. Pero ya nos habían sentenciado. ‘¡Nos vamos a Lima!’.
Había algunos que lloraban hipócritamente porque todos participamos en esa
travesura de promoción. Pero a la hora de llegar a la Panamericana, el profe
‘Fanfarrón’ ordenó al chofer ‘¡¡para Ponciano!!’. Y se mandó un discurso y
terminó: ‘Vamos a ir a Paracas, pero pobre de aquel al que le encuentre en su
maletín una gota de ese trago llamado cachina. Me lo regreso a Lima. Voy a cerrar
los ojos y luego empiezo la requisa’. Ni bien cerró los ojos, varias damajuanas
salieron volando por las ventanas y pudimos enrumbar a Paracas. Ese viaje es
otra historia. Apago el televisor. (El Trome)
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