Escribe Renato Cisneros 23.03.2019
/ 12:36 pm.
Un arma en un colegio
es una tragedia. Aunque nadie la dispare. Aunque no esté cargada siquiera.
Muchas lecciones no aprendidas tienen que haberse acumulado en una sociedad
para que un arma aparezca de pronto en un patio de recreo o, peor, en un salón
de clase. Esta semana, en el colegio Trilce de Villa El Salvador, un muchacho
de dieciséis años –que había llevado a escondidas el revólver sin licencia
activa de su padre– disparó accidentalmente y mató a uno de sus amigos, José
Manuel Sulca Huamanchumo, de quince. La madre del fallecido, Raquel, ha contado
que se enteró de lo sucedido por una llamada telefónica, no de un tutor o
profesor, como se esperaría, sino de una compañera de clases de su hijo que,
nerviosa, apenas atinó a decirle: “José Manuel ha sufrido un accidente pero se
encuentra bien”. Cuando Raquel llegó al colegio, supo por boca de terceros que
su hijo se encontraba en un centro médico cercano y corrió a verlo. Lo encontró
moribundo y, aunque pudo acompañarlo en una ambulancia rumbo a un hospital
equipado, lo vio morir poco después. Ella asegura que fueron cuatro los
disparos que se registraron en el aula, dice no estar segura de que haya sido
“casualidad” como indican los medios y anuncia que demandará al personal
escolar por no haber detectado el arma entre las pertenencias del alumno que la
llevaba consigo. La investigación policial en marcha definirá cómo ocurrieron
realmente las cosas, pero en el aire queda la sensación de muchas negligencias
simultáneas.
Los directivos de
Trilce tendrían que saber que desde hace tiempo circulan armas en escuelas
peruanas. En setiembre de 2015, cuatro alumnos de cuarto de media de un colegio
de Ferreñafe se fotografiaron con pistolas y pasamontañas. Aunque el hecho
salió en las noticias, recién tres años después, en junio de 2018, la Sucamec
inició una campaña de sensibilización en 120 colegios de Lambayeque, región
donde las mafias criminales suelen contratar sicarios menores de edad, deseosos
de convertirse en el próximo ‘Gringasho’.
En agosto del año
pasado, en Cañete, la policía intervino a dos alumnos del colegio Eladio
Hurtado Vicente, de 12 y 15 años, por manipular un revólver con todas sus
municiones. Tan solo un mes más tarde el Ministerio de Educación dio a conocer
una encuesta de Naciones Unidas que revelaba que al menos 153 armas de fuego
fueron incautadas en colegios públicos y privados del Perú desde el 2013 en
adelante.
Aquí hay varios
problemas de fondo, desde la lícita pero discutible tenencia de armas (a veces
defendida con argumentos perversos del tipo “el que mata no es el arma, sino el
hombre”), pasando por la informalidad que impide sincerar la contabilidad del
armamento que circula, hasta la nula cultura armamentista que existe entre
ciudadanos que se sienten desprotegidos ante los criminales y están decididos a
hacer justicia con su propio gatillo. La pólvora entra en casa de mano de los
padres, no siempre legalmente, y muchas veces sin que los hijos estén al tanto.
El secretismo no es didáctico, sino al revés, activa la curiosidad de
adolescentes inseguros que quizá identifican el arma con un símbolo de
virilidad y empoderamiento.
El 20 de abril
entrante se cumplirán veinte años de la masacre de la escuela Columbine, en
Colorado, Estados Unidos, la más sonada de las varias masacres que han ocurrido
en colegios de ese país y la que puso a pensar –a muchos, por primera vez– que
un chico puede irse a clases por la mañana y regresar en un ataúd. Lo de Trilce
no se parece en nada a esos ataques masivos. No hubo aniquilamiento ni
proclamas fanáticas, pero la creciente filtración de armas en aulas nacionales
indica que no estamos, como se pensaba, a años luz de escenarios así de
horrendos. //
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