Pepe Moquillaza es un revolucionario de la industria del vino y del pisco. Este iqueño, quien es, además, embajador de la Marca Perú, ha logrado que sus creaciones, radicales y controvertidas, estén en los más prestigiosos restaurantes y bares del mundo. Todo a punta de convicción, trabajo y amor por el Perú.
Esta entrevista debe comenzar con una confesión, un hecho que, además, es público: el entrevistado es uno de mis mejores amigos.
Conocí a José Moquillaza (Pepe de acá en adelante) hace unos 15 años, en la feria que se organizó so pretexto del Concurso Nacional de Pisco. La conexión fue inmediata, conexión que fue creciendo con los años por la visión compartida, no sin discrepancias, de muchos aspectos de la vida, de la cultura y de las bebidas.
Pepe es un personaje polémico, casi siempre encantador, pero de convicciones férreas, que lo llevan a defender con pasión aquello en lo que cree… aunque a veces esté equivocado.
Su principal terreno de acción fue, primero, el del pisco y, luego, el vino y otras bebidas vínicas como la mistela. Como le digo en esta entrevista, en cuanto a sus virtudes como pisquero hay casi unanimidad. Le reprochan minucias, como no tener un viñedo propio y apoyar su trabajo en el de otros pisqueros. Es decir, como si el autor de un edificio fuese el albañil y no el arquitecto.
Pepe produce su pisco, el Inquebrantable, desde el 2003, como un homenaje y una manera de rescatar a la uva quebranta, la más producida y noble de las cepas pisqueras. Su marca revolucionó la industria, no solo por su calidad (aunque, felizmente, en la industria hay mucho pisco extraordinario), sino por su manera de entender el producto: mientras otros productores buscan el volumen; Pepe, el valor, y este se consigue poniendo de relieve su inmensa carga cultural, su historia; su vínculo con la tierra, sus productores y el Perú. Y eso, hoy cuesta más: mientras otros pisqueros exportan su pisco a 4 ó 5 dólares; Pepe, a 36. ¿Por qué? Porque el mundo busca bebidas con historia, pero esta hay que saber contarla y Pepe, como él mismo se califica, es un gran “narrador de historias líquidas”.
En 2012 se metió al universo del vino, mejor dicho, al mundo del vino natural, uno que se hace con mínima intervención, poca producción y siguiendo a la naturaleza. Ese año produjo la primera cosecha de su Quebrada de Ihuanco, con mostos de quebranta provenientes de Ihuanco, un lugar a 100 kilómetros de Lima, frente a Cerro Azul, en Cañete, a poca distancia del mar. Estuve en la primera cata de su nuevo hijo. Solo uno de nosotros lo comprendió: Gregg Smith, por entonces director de vinos del restaurante Central. A los demás nos pareció tosco, salvaje, agresivo… un vino de chacra.
Pepe señaló que, precisamente, era su valor, ese bravío propio de la tierra que tan bien le va a la quebranta cuando se hace pisco, pero que los demás no sabíamos apreciar cuando se presentaba como vino.
Pepe, entonces, empezó, desde su férrea convicción, un proceso de pedagogía, de enseñanza, para convencer a los peruanos que de las cepas pisqueras se podía hacer un vino de calidad; distinto a cabernets y syrahs, malbecs y pinot noirs, tempranillos o nebbiolos, de Francia, España, Italia o, más cerca, Chile y Argentina, pero auténtico, uno con los aromas y sabores del Perú.
Como en el pisco, otra vez, destacó que nuestro valor estaba en nuestras particularidades, que el mundo estaba lleno de cabernets y chardonnays, pero que éramos únicos en quebrantas, albillas y moscateles. Tenía razón. El problema estaba en que, en efecto, sus vinos eran únicos y no necesariamente sabrosos. Acostumbrados como estamos a vinos limpios, perfumados, casi perfectos; muchas veces maquillados y muy intervenidos, nos es difícil procesar los aromas y sabores de los vinos de Pepe, más aún si son hechos rescatando elaboraciones, métodos y circunstancias coloniales… como el no uso de electricidad, por ejemplo.
Yo tengo reparos con algunas de sus elaboraciones, pero sí he destacar que su trabajo ha sido y es fundamental para nuestra industria vínica. Moquillaza es un pionero. Desde su pasión ha convencido a los productores locales que vale la pena apostar por vinos distintos.
Algunos, quienes antes ocultaban sus “vinos de chacra”, esos que hacían con cepas pisqueras y solo lo bebían en familia, hoy lo sirven con orgullo porque han reconocido su calidad, su tradición, su fuerte carga cultural, y nada más valioso para empezar a construir que el amor propio. Es más, gracias al trabajo de Pepe, a su influjo, a su mensaje, han aparecido bodegas de vino natural y cepas pisqueras, como Murga, que elabora estupendos vinos. Si el “contagio” continúa, el Perú pronto volverá a ser reconocido como buen productor en el mundo del vino. No debemos olvidar que fue aquí, en el siglo XVI, donde se empezó a elaborar vino en Sudamérica.
Hoy, Moquillaza tiene un portafolio completo de bebidas vínicas, que se beben con devoción y curiosidad en muchas partes del mundo. Tome nota: el Inquebrantable, que nació en 2003; el vino Quebrada de Ihuanco y el Albita, producidos con Camilo Quintana desde el 2012; Mistela Antiguas Familias, rescatada en 2015; los vinos Mimo, en sociedad con el argentino Matías Michelini, desde el 2016; Martuchi, un homenaje a su madre, desde 2018; Brandy José Moquillaza, desde 2019, y 1777, su hijo compartido con Keith Díaz, nacido en Caravelí (Arequipa), en 2020.
La puerta que ha
abierto Pepe, dinamitando nuestros prejuicios, es inmensa. En el camino ha
ganado algunos enemigos. No importa, el horizonte que nos ha mostrado es
infinito. Que esta entrevista sea no solo un homenaje a mi amistad con
Moquillaza, sino a su trabajo visionario, uno que está beneficiando a todos los
peruanos… porque bebiendo también se hace patria.
¿Cuánto de verdad y cuánto de romanticismo hay en tu frase de que todo niño iqueño quiere ser un productor pisquero?
Nací en Ica en 1965,
todos nos conocíamos. Mi tierra ha cambiado, pero yo recuerdo que, cuando iba
al colegio, al pasar por el cruce de las calles Urubamba y Ayacucho me
encontraba con la embotelladora del Pisco Vargas, lugar que olía a pisco todo
el año. Con ese aroma crecí, con ese aroma me eduqué (risas). A media cuadra de
mi casa estaba el paradero de los buses que, cuando no llevaban fruta, llevaban
pisco. Además, nuestras broncas infantiles eran no tanto por quién ganaba el
partido de fútbol sino por quién de nuestros papás producía el mejor pisco
(risas).
¿Cómo era Ica por
entonces?
Un jardín. A pesar
de que era un desierto, yo crecí en un jardín, en una ciudad limpia y ordenada,
con casonas republicanas de techos altos y patios con parras. Visitar y
trabajar la chacra era parte de nuestras vidas. No había centros comerciales ni
centros de esparcimiento, entonces, a dónde nos íbamos: a la chacra, y éramos
felices. Por eso, los iqueños estamos muy vinculados a la tierra.
¿A los niños iqueños
los destetaban con pisco?
(Risas). Nos daban
pisco, pero como remedio, en la caspiroleta. Así que, es verdad, desde
chiquitos tomamos pisco. El vínculo del niño iqueño con la fruta es muy bonito.
En verano hay mucha fruta y hace mucho calor. Como costumbre, se ponía en medio
del patio una esterilla con fruta, y los niños pequeños, calatitos, iban,
tomaban y comían, embarrándose todo, sus uvitas, su mango, etcétera. Es un
ejercicio altamente sensorial: su piel siente la fruta, su mano la toca, sus
ojos resaltan sus colores, su nariz la huele y su boca la prueba. Por eso,
nuestro banco sensorial es muy rico.
¿Había la conciencia
y el orgullo de que la uva era el producto que los distinguía?
La uva es un romance
eterno para el iqueño. Por eso mi obsesión con la quebranta. Tengo una
anécdota: mi tío Roaldo fue mecánico de Temístocles Rocha, un mítico pisquero
iqueño dueño de La Blanco, por entonces la hacienda más importante de Ica. Se
hizo famoso por el “rochabús”, pues él introdujo ese vehículo
rompemanifestaciones cuando fue ministro del Interior de Odría. Bueno, a mi tío
le pasaba lo que hoy también me sucede: le pago a mi mecánico con pisco, pues
efectivo no quiere (risas). Entonces, en sus celebraciones, mi tío Roaldo
sacaba los piscazos que le había regalado Temístocles. Los niños servíamos el
pisco y se nos derramaban algunas gotas en las manos, y aunque no llegué a
beber esos piscos, sí los olí, si lamí mis manos mojadas de pisco, y ese aroma,
esa sensación, han quedado tatuadas en mi memoria.
Cada bebida convoca
un tipo distinto de ritual, de conversación. ¿Cómo eran esas reuniones
pisqueras?
Más que a la
celebración, el pisco está vinculado al afecto, al amor, a la lealtad. Las
conversaciones que surgen con los grandes piscos son las de los más gratos
recuerdos. No recuerdo haber oído hablar de cosas feas con un gran pisco en la
mesa. Por nuestro vínculo con la tierra, los iqueños siempre convocamos a los
afectos, por eso bebemos pisco un día… y el otro también (risas), pero no para
emborracharnos sino como un rasgo distintivo de nuestro carácter, de nuestro
don de gente.
¿Tu familia hacía
pisco?
Mi papá se
apellidaba Moquillaza Pineda, y un tío suyo, el tío Lucho “Carajo” Pineda,
hacía un muy buen pisco, pero falleció pronto. Por otro lado, mi tío Carlos me
hizo notar que los Oliveros, que son familia de mi madre, quien se apellida
Risco Oliveros, eran barriqueros. Súmale a ese vínculo que mi esposa, Angiolina
Nieri, es bisnieta del primer hacedor de vinos al estilo toscano que llegó al
Perú, quien vino a Ocucaje como enólogo de la bodega. Es decir, aunque de
manera indirecta, siempre he estado vinculado al pisco y al vino.
En el viñedo iqueño,
¿cuánto hay de España, cuánto hay de Italia, cuánto hay de Francia?
La viña abierta
iqueña siempre fue de cepas pisqueras, es decir, de esencia española. En las
viñas cerradas, las de las grandes haciendas, las que producían vino, estaban
los clones franceses e italianos. En la Guerra del Pacífico se produjo no solo
una derrota militar sino también una económica. La gran industria del vino y
del aguardiente, pues no existía el agua potable, fue incendiada, las parras
dañadas, las botijas baleadas, etcétera. Había que volver a comenzar, por eso,
después de esta guerra hubo un auge de inversiones: Tacama adoptó la escuela
francesa; Ocucaje, de los Rubini, la hacienda San José, de la familia
Malatesta, y la bodega Picasso, la italiana. Lo español quedó en el pisco y en algunas
prácticas culturales.
Los italianos hacen
grapa del orujo, y acá se encontraron con el pisco, que se hace de vino. ¿Qué
significó ese “encuentro de dos mundos”, de dos maneras de entender un
destilado?
Los italianos
revolucionaron la industria vínica porque la mecanizaron, ganaron eficiencia y
generaron más derivados. Eso sí, al pisco siempre se lo trató con muchísimo
respeto, al menos en Ica y Nazca; en Chincha sí hubo algunas libertades
conocidas (risas); pero, en general, hubo un profundo respecto por el pisco por
lo que significaba y por ser un sobreviviente de la guerra. Es decir, con el
pisco no se metieron. Sí, gracias a la mecanización impulsada por los
italianos, algunos procesos ganaron eficiencia y, por su visión económica,
hasta capitalizaron la industria. En Ica se vincularon con los peruanos
criollos -los Cabrera, los Elías, los Olaechea- y se produjo una especie de
Mistura enológica (risas). En realidad, quien casi destruye la industria del
pisco fue el propio Estado, en 1991 cuando se la desreguló al no considerarla
estratégica. Esto se corrigió en 1996, pero el daño fue grande. Ica tuvo, en la
hacienda Los Pobres –la hacienda más rica de la Colonia–, un centro de
investigación y experimentación vínica montado por el Instituto Nacional de
Investigación Agraria (INIA). Allí habían más de 200 variedades de uvas del
mundo aclimatadas a Ica; por eso, era tan importante como el Instituto Nacional
de Tecnología Agropecuaria (INTA), de Mendoza, en Argentina. Pero en 1990 llegó
al poder un señor que dijo que esa investigación no era estratégica, mataron
todas las parras, les dieron las tierras a privados y sembraron espárragos.
Felizmente, don Matías Grados papá, productor del pisco Cholo Matías, rescató
algunas variedades y las cultivó en su finca. Eso sí, muchas se perdieron. Fue
una acción criminal. El INIA debe recuperar esas tierras y traer de nuevo a Ica
el material genético vínico de todo el mundo.
¿Por qué es
estratégica la industria pisquera?
Porque es el plasma
en la sangre del peruano.
¿Por qué hay
particularizar el pisco, por qué hay que preservarlo?
Por la misma razón
por la que Machu Picchu sigue en pie: es patrimonio histórico y cultural. Los
peruanos de hoy no creamos el pisco, lo recibimos, y puede ser una fuente, no
de riqueza, sino de prosperidad, tal y como ya lo fue antes. Ejemplos como los
del tequila y el mezcal nos indican que se puede crear mucha prosperidad a
través de la cultura. Esto no hemos hecho con el pisco, lo hemos visto como una
industria cualquiera.
¿Qué hacer?
A partir del 2009,
del 2010, empezamos a preocuparnos por el volumen, una mirada errada. Antes que
volumen, hay que crear valor. El volumen ha crecido desde entonces, pero el
valor está estancado y debería estar cinco o seis veces arriba. Hay
excepciones, piscos que se exportan a valores altos, pero el promedio es tan
bajo que jala todo hacia allí. Por eso, no hay que mirar la curva de toneladas
y de litros sino la curva de los dólares que se paga por litro. Estos tiempos
de pandemia deberían ser para reflexionar; sé que se está repensando este tema.
Además, hay un tema técnico. Durante la pandemia, se ha vendido más tequila que
nunca y el precio subió. De mezcal se vendió un poco menos, pero su valor subió
un 10%. Aquí, se vendió menos pisco y el precio siguió congelado.
¿Por qué pasó eso?
Porque el consumidor
de fuera está acostumbrado a premiar el esfuerzo. Por presión de la industria,
todos los recursos del pisco se orientaron hacia la coctelería, hacia el on
trade. En eso, vino la pandemia y se cerró todo el on trade, los restaurantes,
los bares. La estrategia debió ser balanceada y considerar al off trade. La
lección es que siempre hay que mirar al off trade, pues la guerra de las barras
está perdida.
¿Por qué está
perdida?
Porque la barra
mueve volumen y ya te expliqué que hay que fijarnos más en el valor. No hay que
buscar ser la torta de las barras sino la cereza. Cualquier marketero sabe que,
cuando hablas de mercado, hablas de segmentos, y que cada segmento tiene
necesidades distintas. Los consumidores se pueden segmentar en edades, pero
también en hábitos, creencias, valores. Entonces, quienes dicen que no tenemos
suficiente pisco para vender en el mundo, se están centrando en el segmento de
los supermercados, espacio que busca productos homogéneos. Cuando uno produce
productos de muy baja escala, alto valor y con un fuerte contenido cultural,
que es el caso del pisco, hay que buscar otro canal. Debemos llegar a la
persona a través de sus afectos. No estamos vendiendo sentimientos, momentos.
Dicen que los
peruanos nos preocupamos por el pisco cuando hay alguna desavenencia con Chile
y que, en realidad, tampoco lo tomamos, que más bebemos ron y whisky…
Sí tomamos pisco, y
mucho. Los costos de producción del pisco son muy altos; los de los rones,
whiskies, vodkas y, sobre todo, gines que se venden en el Perú, ínfimos… pero
se venden a precios altos. Es decir, tienen mucho margen para hacer
actividades, promociones, dar incentivos y tener llegada. En el caso del pisco,
repito, producirlo es caro, y lo vendemos, en su mayoría, a un precio bajo. No
hay recursos para promocionarlo. Hay alrededor de 900 productores de pisco con
500 autorizaciones de uso de la Denominación de Origen, pero solo unas 20
barras importantes. Debemos mirar al pasado, a la historia, a nuestra cultura.
Es decir, mirar hacia adentro: ¿Qué somos? ¿Qué hacemos? ¿Qué hicimos? El pisco
debe volver al hogar, a la familia. Debemos convertirlo, aquí y fuera del país,
en la bebida del feeling, del afecto.
¿El gremio pisquero
es anárquico?
México es más
alborotado que Perú. Los productores de mezcal son el doble de los productores
de pisco, pero su éxito se debe a la disciplina y al control… justo lo que no
nos gusta. Hay un gran vacío institucional en el Perú debido a que no existe un
Instituto Nacional Vitivinícola, es decir, una institución especializada que
marque las reglas. Deberíamos crearla. Si Argentina, Chile, Uruguay y hasta
Bolivia tienen uno, ¿por qué no el Perú?
Eso puede tomar un
tiempo. ¿Cuál debe ser hoy la pelea del pisco?
La primera la
iniciamos nosotros y, felizmente, ya nos están siguiendo: no ser un
monoproducto sino contar con todo un portafolio; hay que diversificar. Hoy, en
el mundo, no hay una industria monoproducto que sobreviva. Nosotros solo hemos
producido pisco y, así, no iremos a ningún lado. Ya rescatamos la mistela, ya
estamos haciendo vinos, ya producimos brandys, ahora toca buscar mercados.
¿Por qué tú puedes
vender fuera tu pisco a 36 dólares, pero otros lo hacen a 4-5 dólares?
Hace algunos años
tuve que elegir los piscos para una campaña del BBVA. Probé unas 120 muestras y
seleccioné. Encontré varios excelentes, pero casi todos sus productores estaban
siendo presos ya del circuito comercial de los supermercados, que exige mucho
volumen, deja poco margen y paga muy lento. Era como hacer cola para entrar a
la licuadora, uniformizarse y convertirse en una especie de jugo surtido donde
no se sabe qué frutas hay ni en qué proporciones. Esto va en desmedro de la
calidad. Resulta que todos estábamos tocando la misma puerta: supermercados,
barras, restaurantes, que tienen una carta corta y que no le pueden comprar a
todos.
Es decir, o te
diversificas o mueres…
Cuando eres
monoproducto, no te queda otra que entrar a la licuadora, pero si tienes un
portafolio, tus productos se ayudan a través de subsidios cruzados. Cuando
comencé, solo hacía pisco, pero cada vez me resultaba más difícil venderlo.
Entonces, creé un portafolio, siempre de productos vínicos, siempre distintos
para evitar que se canibalicen entre ellos, cada uno con un perfil de producto
dirigido a un mercado distinto; eso sí, siempre con la misma filosofía, siempre
con un socio diferente. No quiero sonar frívolo, pero por mis estudios y por mi
vida profesional he viajado mucho. En esos viajes, he comido y bebido en varios
de los mejores restaurantes y bares del mundo. El umbral sensorial de mi niñez,
donde me embarraba con la fruta, se ha ampliado. Entonces, cuando regreso a la
bodega, traslado ese nuevo banco sensorial a mis bebidas porque, además, ya sé
cómo se toman, cómo se sirven, quiénes la beben. Muchos productores peruanos se
han quedado en la chacra, y los que son urbanos, comiendo en su barrio y
mirando el supermercado, donde los precios son bajos. Es decir, es un círculo
perverso que nos lleva a automarginarnos, a autosegregarnos, a pensar como
pobres aunque algunos tengan plata; a no darnos cuenta de que el mundo está
dispuesto a pagar un precio alto por productos culturales como el pisco.
Tenemos que ser más arrojados. Nuestros pisqueros son ricos, tienen problemas
de liquidez, no de solvencia. Yo siempre digo que soy muy rico, pero no tengo
dinero (risas).
Al pisco, entonces,
le falta un valiente estratega…
(Piensa). Le falta
una nueva generación que nos saque de lo que hoy vivimos. Está apareciendo de
forma espontánea, pero de manera dispersa, descoordinada. Nos falta
organización. Los gremios están dispersos.
¿Debe volver el
Consejo Regulador?
Toda Denominación de
Origen (DO) debe tenerlo. Más que castigar, hay que inspirar. En todos los
negocios del mundo, regulados o no, los agentes económicos se unen por
intereses o por amenazas. Es llamativo que el pisco, con los problemas que nos
ha traído la pandemia, no se esté uniendo ni siquiera por amenaza. El pisco no
ha recibido Reactiva ni FAE, solo palos, castigos; no nos compran, no nos
pagan, no nos refinancian; encima, muchos viticultores murieron por la
Covid-19.
¿El pisco está en
peligro?
Están en peligro los
viñedos. En la vendimia de este año se llegó a pagar solo 40 centavos de sol
por kilo de uva, los peores precios de nuestra historia, y encima al crédito.
Se están arrancando viñedos antiguos para sembrar otros productos y, lo peor,
también para construir urbanizaciones. Hace 10 años había unas seis mil
hectáreas de uvas pisqueras. De ellas, se perdieron unas 1500 cuando se decidió
reemplazarlas por uva de mesa. El año pasado se produjo una matanza de viñedos
con uvas de mesa, pues frutas como la Red Globe pasaron de moda, y se
reemplazaron con paltos y pecanas; es decir, no se ha vuelto a las uvas
pisqueras. Agrégale a eso el desordenado crecimiento de las ciudades en
desmedro de las tierras agrícolas: donde se siembra cemento la pérdida es
irreversible. Sin embargo, yo soy un optimista.
¿Debemos tener menos
productores?
Los que la tierra
permita. La tierra manda. Recordemos que el pisco se hace por vocación, no por
obligación. La tradición no es un apellido, es un sentimiento. Por eso, el
nuevo líder pisquero más que gritar u obligar, debe inspirar. Organizar, sí,
pero inspirando a la vez. Mi defensa de productos culturales no es un discurso,
es una convicción. El discurso cambia, las convicciones, no. Al pisco llegó
gente buena, personas como “Memo” Ferreyros, Cecilia Ledesma, “Memo” Payet,
Johnny Schuler y varios más, pero también gente que quiso aprovecharse de él.
Se necesita gente de convicciones, gente que jamás adulteraría. Hemos tenido
malos técnicos, los que metieron las levaduras, las enzimas pectolíticas, el
acero, etcétera. Cuando no tienes convicciones, puedes ser convencido. Cuando tienes
convicciones, tu sangre, tu origen, tu cultura, tu apellido, tu prestigio, te
importan más.
Has viajado varias
veces a México, y eres un buen conocedor del mezcal y el tequila y sus
industrias…
No hay laberinto
indescifrable. Se puede hacer valor en toda circunstancia. El asunto es quién
lidera, quién articula, quién interpreta. En el tequila fue Ramón González,
quien dirigió por más de 20 años su Consejo Regulador. El mezcal tuvo a
Hipócrates Nolasco. Aquí tiene que aparecer un líder así. Solo digo que el
presidente del Consejo Regulador no debe ser un productor, para así evitar el
conflicto de intereses.
Siempre dices que
Ica y Jerez están hermanadas…
Ica es la Andalucía
de América. Su territorio —el desierto, las arenas, el calor— es similar. Las estribaciones
andinas son como las montañas de Málaga. Además, Jerónimo de Cabrera, el
fundador de Ica, fue sevillano. También compartimos apellidos como Mejía, Misa,
etcétera. Luego, está el carácter: iqueños y jerezanos somos buenas personas.
Después, el señorío. Hay caballos andaluces, y nosotros tenemos caballos de
paso que danzan, sin hundirse, en la arena. Ica y Jerez comparten el negocio de
las bebidas vínicas, que es una industria de caballeros y de damas, donde la
palabra es ley y la firma es indeleble, donde tu conducta te marca y donde los
oportunistas son muy mal vistos. Hay que portarse bien siempre. Sí, quizás un
día un advenedizo puede hacer un negocio, pero jamás hará una empresa, pues
estas se construyen con dignidad, convicción y prestigio.
Hablemos de vinos.
Te metiste a ese terreno para ampliar tu portafolio…
Primero, por una
reivindicación de la uva quebranta y, de la mano con ello, por una amenaza: se
estaban arrancando las parras viejas porque el mercado pagaba, y paga, muy poco
por la quebranta. Gracias a que hice un buen MBA, mi mirada siempre es
prospectiva. Cuando comenzó esta matanza me dije: “Si la guerra de la leche se
gana con vacas, y la guerra de los huevos se gana con gallinas, cómo vamos a
ganar la guerra del pisco sin parras”. Entonces, me dije, “hay que subir el
valor de la uva, hacerla más atractiva”. ¿Cómo? Como buen ratón de papers, me
puse a investigar en el pasado y me di cuenta de que, en la Colonia, la
actividad económica más importante, después de la minería, era la agricultura,
y dentro de ella, la producción de vino y aguardiente. Y si uno sacaba a la
mina de Potosí, era más importante la agricultura y, repito, dentro de ella, el
vino y el pisco. Seguí investigando y, en algunas crónicas o informes
administrativos, uno podía identificar cómo era el vino que producían.
Entonces, con una mirada prospectiva, me dije, “por qué no recuperamos esa
grandeza”. Además, ya me había dado cuenta de que venía la ola de los vinos
naturales.
Un amigo nuestro
dice que tus vinos son medievales…
(Risas). Al inicio,
yo decía que eran bíblicos, de estilo muy antiguo. Si salía a competir con las
grandes bodegas del Perú, estaba perdido. Si salía a competir con las grandes
bodegas del mundo y con sus mismas uvas, estaba perdido. ¿Cómo ser diferente?
Siguiendo la filosofía que me llevó a hacer Inquebrantable: hacer lo que nadie
hace.
¿Cómo se traduce
esto?
En Ica cosechábamos
la uva muy madura, porque iba para pisco. Yo tenía la información, pero no el
conocimiento. Entonces, conocí a Camilo Quintana, mi socio en el proyecto
Quebrada de Ihuanco. Lo convencí y empezamos a hacer vino, en 2012, pero un
vino natural; un vino de antes, hoy. Él tiene un viñedo de seis hectáreas en
Ihuanco, al frente de Cerro Azul, en Cañete, muy cerca al mar. Esto hace que la
frescura sea grande y que se pueda manejar mejor la madurez del vino.
Recuerdo tu primer
vino. Lo probamos en Central y a quienes participamos de esa cata nos pareció
un vino imperfecto…
La perfección está
pintada en los cuadros renacentistas. Mis vinos son singulares, y las
singularidades reflejan nuestra identidad. En los vinos naturales se busca que
el vino refleje las particularidades del entorno y la personalidad de quien lo
hace. Debemos identificar a la belleza con nuestras particularidades, y la
belleza es un brillo que no todos están capacitados para ver.
Hay un consenso con
respeto a la calidad de tu pisco, pero no hay consenso alrededor de tus vinos.
Tus convicciones son aceptadas en tu pisco, pero no en tus vinos…
Haré un símil
cinematográfico: Inquebrantable viene a ser “Un tranvía llamado deseo”; Mimo,
el vino que hago con Matías Michelini desde 2016, “La naranja mecánica”. No
todos entienden la película de Kubrick, pero eso no debe molestarnos. Yo sigo
en mi trabajo porque sé que sí hay quien entiende mis vinos. En 2003 hice el
primer Inquebrantable con la idea de recuperar a nuestra cepa reina, la
quebranta, que era vilipendiada. Mi objetivo, devolverle al patito feo su
condición de cisne. Fue un grito de guerra. El vino, en cambio, es una bebida
no regulada y no hay más frenos que los que uno se pone. En ese escenario, supe
que cada lugar, que cada terruño, debía expresar algo distinto, debía tener su
propia identidad: cada uva con su lugar. También me di cuenta de que tenía que
hacer pequeñas cositas, todas muy juguetonas… como las que hace Roberto de la
Motta, en Mendel, quien en 800 metros tiene una gran bodega y hace unos grandes
vinos. Yo soy buen alumno, aprendo rápido, tomo siempre las nuevas y buenas ideas;
tomo muchos riesgos, más de los aconsejables, y cuando me equivoco, retrocedo.
¿Cuánto te has
equivocado?
Bastante. En el
vino, los errores que más me han costado han sido los de las botijas. Con
Matías, guardamos vino en botijas coloniales, perdimos mucha plata, pero
ganamos experiencia. Necesitamos un socio que invierta en la recuperación de
las botijas.
Tu bodega en Ica no
tiene electricidad, no tiene agua potable, es muy austera, y así haces tus
vinos. ¿Los elaboras así por necesidad o porque su concepto así lo exige?
Todo es por
convicción. Con mucha plata haría los mismos vinos, pero en mayor cantidad.
Roberto de la Motta me dio una gran lección. Me dijo: “Pepe, cuando yo era
joven pensaba en el corto plazo; hoy que soy viejo, en el largo plazo”. Acabamos
de hacer con Keith Díaz un vino en Caravelí, el 1777. ¿Qué hicimos? Adelantar
el punto de cosecha.
Algunos afirman que,
en el vino, embotellas y vendes tus errores, y que te equivocas mucho, y logras
venderlos porque tienes un discurso —convicción lo llamarías tú— poderoso…
Esa pregunta la
deberían contestar mis importadores en Italia y Estados Unidos, quienes no me
conocen personalmente. El negocio del vino es como el del cine: así como hay
cine blockbuster, hay cine de autor. Son públicos, directores y actores
distintos. Yo no hago cine blockbuster, hago algunos thrillers –me encanta “Sin
City”–, y Matías Michelini hace películas de culto, como sus vinos, que pueden
ser comerciales, pero con mucho contenido artístico. Nosotros nos dirigimos a
un público dispuesto a experimentar, a arriesgar y, sobre todo, abierto de
mente. El vino natural nació como algo radical, pero el mundo del vino lo
empezó a mirar con atención y hoy, gracias a ello, las cosas han cambiado: de
la ultra intervención hemos pasado a alta intervención y, al final, en los
vinos comerciales, se optará por la media intervención. Y, en el otro extremo,
de la nula intervención, pasaremos a la pequeña intervención. Hoy, nosotros y
Murga somos quienes hacemos vino natural, pero esperamos que el medio se
enriquezca. Tú sabes, antes de la destilación, el pisco es vino. Llevamos
siglos haciendo vino, muchas veces natural, como insumo para el pisco, y no nos
habíamos dado cuenta (risas).
Eres un pionero en
el rescate del vino hecho con uvas pisqueras. Hoy varias bodegas siguen ese
legado…
Me alegra mucho, y
también porque así le inyectan recursos a la industria para soportar mejor el
negocio principal, que aún sigue siendo de pisco. Sin embargo, aún no digo
misión cumplida porque esto recién empieza. Vivimos una época de mucho
entusiasmo, pero poco orden. El entusiasmo está haciendo que todo se mezcle, un
error bien grande.
Estás en Slow Wine…
Slow Wine es el
brazo vínico de Slow Food. Su reglamento es muy simple y, sobre todo, habla de
prácticas, de límites. Yo quiero que más productores peruanos estemos allí,
pero debemos seguir las prácticas de su reglamento. También estamos en Raw
Wines, la feria de vinos crudos más importante del mundo, a donde se accede
solo por invitación. ¿Por qué? Porque nuestro trabajo se conoce más afuera que
acá (risas).
¿A tus vinos les
mejor con el consumidor foráneo que con el local?
Estamos diez años
atrás. Todos mis productos son de nicho. Estoy muy tranquilo y te digo por qué.
Hace tres años me fui a Chanchos Deslenguados, la feria de vinos naturales de
Chile. Allí conocí a sus productores, quienes me contaron que recién el año
anterior habían comenzado a vender y ganar dinero, que durante 10 años no les
habían hecho caso, que prácticamente se tomaban todo su vino. Hoy, nosotros
estamos como ellos estaban hace siete años. Solo es cuestión de tiempo. Antes
de la pandemia, los viajeros llegaban al Perú y pedían mis vinos. Ahora que
estamos en Slow Wine y regrese el turismo, pasará lo mismo.
El anuncio del
ingreso de tus vinos a Slow Wine coincidió con el lanzamiento de un nuevo
producto tuyo, 1777, vino hecho a cuatro manos con Keith Díaz, en Caravelí,
Arequipa…
Si Ica es la
Andalucía de América; Caravelí, la Georgia. En Georgia se produce vino hace
miles de años. Por su lejanía, se mantuvo encapsulada en el tiempo, alejada de
los centros urbanos de Europa y el mundo; por eso, hoy hace vino como hace mil
años. En nuestros días, el mercado busca y paga por esto, y paga mucho por esa
prima de valor. El año pasado, los productores de Caravelí se presentaron en un
foro de cepas patrimoniales. Entonces, me di cuenta de que era tiempo de
actuar, de seguir el legado de Georgia. Hablé con Keith Díaz, bodeguero, en
cuyos viñedos hay negra criolla, moscateles y, además, cepas por catalogar como
Jaén, Mulatas, Cantarillas. Así nació 1777, que hace referencia al año en que
están datadas sus tinajas de arcilla, aquellas donde produce su vino. Son
verdaderas joyas.
¿Cómo fue la
mecánica de trabajo?
En 2020 hicimos
juntos una tinaja de 500 litros de negra criolla; en 2021, dos, pero de negra
criolla con moscatel. Los resultados son fantásticos, a pesar de que se han
hecho por Zoom (risas). El Perú le está aportando al mundo un nuevo terroir.
Quien visite Georgia debería venir a Caravelí para ver en operación tinajas
centenarias, a probar viñedos de altura (están a 1800 m.s.n.m.). Este puede ser
el principio de una ola de bienestar focalizado en los pueblos rurales más
alejados. Por otro lado, pone al Perú lo que es: el punto de arranque de la
viticultura en Sudamérica. Caravelí es una cápsula del tiempo que debemos
valorar, preservar y proteger. Si se demuestra que la Jaén y la Mulata son
materiales genéticos nuevos, mutaciones particulares, tienen que llamarse Jaén
de Caravelí, Mulata de Caravelí, Cantarilla de Caravelí.
¿Cómo es el tete a
tete entre tus vinos y otros vinos naturales del mundo?
En los Chanchos
Deslenguados pararon la feria unos minutos para probar Quebrada de Ihuanco,
Albita y dos Mimo. Los productores lo probaron y les encantó, por distintos. En
la Feria de Sao Paulo, las dos veces que he estado allí, me fue muy bien, al
punto que los stands más visitados eran el de Nuria Renom y sus pet nat
fantásticos, y el mío. Hace dos años vino al Perú el gran Roberto Henríquez, el
gran productor chileno. Nos reunimos a probar nuestros vinos: él sacó cuatro de
sus vinos; yo, siete, y nos acabamos los 11 (risas).
Por tu personalidad,
pocos se atreven a hacerte un reparo cara a cara…
Yo creo que lo que
tengo es metodología para explicar. Soy educado, qué puedo hacer. No hago cosas
perfectas, lo sé. Si soy aceptado por alguien es por mis convicciones, eso
vieron en mí gente como Matías Michelini y “Pitu” Roca. También hay un tema de
energía, de buena fe.
¿Cuánto estás
trabajando por Pepe Moquillaza y cuánto por el Perú?
Yo trabajo para el
Perú. Si te muestro mis estados de cuenta a mis hijos solo les dejaré una buena
educación, pero el Perú quedará con una uva salvada, la quebranta; con
productos revalorados, el pisco y el vino de cepas pisqueras; con una filosofía
forjada, la de las convicciones. No me interesa dejar un legado material, me
interesa soñar para luego construir. Mañuco Bernales, Matías Grados, Benjamín
Lovera, doña Juanita González y otros viejos pisqueros han sido mis grandes maestros.
Los escuchaba, y lo que me decían lo hacía. Y todas sus lecciones las recibí
gratis. En eso los sigo, yo no tengo secretos, yo enseño. Lo que aprendí, lo
transmito. Dicen que soy bueno abriendo caminos, pero también quiero construir
la carretera (risas). Quiero hacerla, señalizarla, pero mis limitaciones son
económicas. En el vino, se han invertido fortunas para construir una marca; yo
ha hice la marca, solo necesito un socio para crecer y para viajar juntos por
el mundo.
¿Cuándo dirás
“misión cumplida”?
Nunca. He pedido
que, cuando muera, me incineren, y que mis cenizas las pongan en un viñedo de
quebranta. Esa quebranta se cosechará todos los años. Entonces, me van a comer,
y se hará pisco, entonces, también me van a beber. Y he pedido que la producción
vaya a una cuba madre de diez mil litros, donde cada año podrán mil litros y
sacarán mil. Es decir, viviré por siempre (risas). También le he pedido a mis
hijos que en la placa conmemorativa pongan la siguiente frase: “Solo comenzó su
misión”.
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