Columna de opinión
Nos hablan de corrupción y de
comisiones para acabar con ella. Sabemos (y esto también es corrupción) que
tales comisiones no significarán nada sino burocracias y líricas declaraciones.
Para quienes vamos con alguna
frecuencia por la Panamericana de Ica a Lima, muchas son las cosas que nos
hacen rabiar: "Es el Perú, Señor decano y señores catedráticos"
(Martín Adán).
Pero el escándalo mayor es ver
a los grandes ríos: Lurín, Mala, Cañete, Chincha, Pisco. Todos pasan hoy con
caudal insospechado y de ese marrón chocolate que nos gusta a los agricultores
de la costa. Vemos a los ríos poner marrón al mar. Sabemos que el agua en su
proceso natural ha de volver al mar. Pero de lo que se trata en el país de los
desiertos es de entretener al agua, de llevarla regando para producir fruta,
pallares o algodón.
Que el Perú desperdicie en
esta costa magnífica el agua nueva, señala a una gran corrupción. ¿Por qué no
se ha hecho grandes embalses en las alturas? ¿Por qué no se ha llevado los
sobrantes de un valle a otro? Mala podría alimentar a Chilca y a Asia. Cañete
tiene pampas inmensas con problemas de propiedad -ahí el Estado debe intervenir
por el bien común. En Pisco, el noble río Chunchanga podría irrigar Villacurí.
En un país donde la
desnutrición infantil es tan grande, desperdiciar tierras fértiles es un
crimen. Pero en Lima ni siquiera se han enterado que el río llegó a Ica, marrón
como un dios de chocolate, y que hay olas en la boca del río, y se le escucha
rugir más fuerte que el mar.
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